Apuntes sobre la responsabilidad

Cuando era chico, mi padre solía llamarme por mi apellido. Era su forma de tomarse en broma mi responsabilidad, que ya se había mostrado demasiado alta para un nenito de seis años. La clase de nenito que en lugar de remolonear en la cama cinco minutos más se levanta primero y va a despertar a sus padres para que lo lleven a la escuela. No diré que me gustaba ir al colegio. No, en absoluto. Sufrí mucho lo que ahora se llama bullying, y mi impaciencia se rebelaba ante la idea de invertir un año entero en aprender a leer y escribir. Pero mi abuelo me había dicho: “Tú vas y aprendes a leer y escribir, que eso es un lujo”. Un lujo que él no tuvo, criado en una ría gallega, sin escuela, de sol a sol en la cosecha desde los seis años.

Si mi abuelo, don Manuel Torres, me lo decía, era mi responsabilidad. Es cierto que no todo lo que este hombre (robusto, pero inquieto; seductor pero autoritario) hacía era responsable. No, al menos, para los estándares de hoy. Por ejemplo, un domingo al mediodía, a mis siete años, me puso un vaso de vino con soda delante del plato y me dijo:

–Toma, hazte hombre.

Eran otros tiempos, claro. Por entonces, el abuelo era para mí un modelo a seguir. Por ejemplo, nunca dejó de levantar la persiana de su bazar, en el barrio de Barracas. Nunca en medio siglo. Ni siquiera los domingos, y su argumento era demoledor. “Todos los demás cierran, abuelo”, observé una vez. “Precisamente”, replicó. Estaba en lo cierto. Era el día que más vendía.

Con casi 80 años, tras perder a su esposa y a su hijo más querido, el barrio volvía a verlo barrer la vereda, con el negocio ya abierto e iluminado en el mortecino amanecer invernal. Era su responsabilidad. Para con los vecinos y para con su familia. En el asentamiento que estaba a media cuadra (la villa, como le decíamos entonces) lo recibían (fui varias veces con él) como a un héroe. Era el único comercio del barrio que fiaba sin condiciones, plazos ni tasas de interés. “Los pobres son los únicos que nunca dejaron de pagarme”, replicaba, cuando lo tachaban de loco. O de ingenuo.

Testarudo como un peñasco e incapaz de mostrar debilidad alguna, inquebrantable incluso ante la enfermedad (nunca lo vimos ni siquiera con un inocente resfrío), tenía un don extraordinario para contar anécdotas e historias, y me imagino que habría sido un gran escritor, si hubiera ido a la escuela. O si le hubieran importado esas cosas. Su visión era pragmática. Leer y escribir servía para desenvolverte en el mundo; mis libros y mis discos nunca le llamaron la atención.

–Oye, tu no te casas antes de los 30, ¿estamos? –me soltó una vez, cuando ya estaba en la universidad. Le pregunté si no quería bisnietos. Entonces me soltó una frase que en realidad era de mi bisabuela, pero que él, que tenía cuatro nietos varones, había incorporado a su aparentemente infinita lista de dichos, adagios y refranes:

–Mira, Arielito, los hijos de mis hijas nietos míos son; los hijos de mis hijos lo son o no lo son.

Y así, con dos sopapos verbales, te dejaba pensando en todo lo que este hombre, en cuya casa no había un solo libro, ni siquiera una Biblia ajada, y que descreía de la academia, había aprendido de la vida real.

Por supuesto, no fue un santo. Mucho menos un mártir. Pero fue responsable. Cuando su hijo mayor se enfermó gravemente y solo se recuperó con un pronóstico amenazante, mi abuelo abandonó su exitosa carrera como vendedor en la Fábrica Argentina de Alpargatas y fundó el bazar, para dejárselo a mi tío. Juntos, al frente del negocio, eran admirables.

¿Qué es la responsabilidad? No solo es hacerse cargo. Es también aceptar tu destino y, con todo en contra, no bajar los brazos (mi tío moriría veinte años antes que su padre, mi abuelo). ¿Qué es ser responsable? Es ser fuerte, pero magnánimo. Es ser corajudo, pero no temerario. ¿Qué es la responsabilidad? Me lo pregunto todos los días, estos días.



Fuente: https://www.lanacion.com.ar/cultura/apuntes-sobre-la-responsabilidad-nid26022025/

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