Los misteriosos cristales de Cónclave

¿Alguien alguna vez escuchó un concierto de Cristal Baschet? Yo tampoco. Pero hace unos días, durante la elección de Robert Prevost, Papa León XIV, sucesor de Francisco, la película Cónclave (2024), del alemán Edward Berger, protagonizada por Ralph Fiennes en el rol del cardenal decano Thomas Lawrence, despertó mi curiosidad.

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El Cristal Baschet, como su nombre lo indica, es un instrumento de cristal –un cristalófono–, una suerte de escultura sonora de varillas de vidrio afinadas cromáticamente que se tocan con los dedos húmedos y producen una serie de vibraciones y reflejos de singular belleza, un efecto sugestivo, misterioso, inquietante y complejo como de otro mundo. Un sonido irreal. Fueron dos franceses, los hermanos Baschet (Bernard, ingeniero, y François, escultor) quienes lo diseñaron en los años 50, inspirándose en una práctica antiquísima que se remonta a unos armónicos del siglo XVIII que los supersticiosos de entonces creyeron artífices de un poder fantástico. Creían que acercaban el ser humano a la enfermedad y la locura. Tanto que se prohibió su uso.

Estamos lejos de semejante peligro. En la espectacular banda sonora de Volker Bertelmann, nominada al Oscar como mejor música original (un premio que ya había ganado el año anterior con otra composición igualmente impactante surgida de la misma dupla exitosa con su compatriota Edward Berger: Sin novedad en el frente), la resonancia de los cristales adquiere un protagonismo único, sobrenatural, lleno de drama y suspenso. Todo un universo floreciendo en una gota de agua. Que no suena sacro ni barroco. Que no suena renacentista ni clásico, como habría sido la consigna del director para la partitura en la que Bertelmann escogió el Cristal Baschet como instrumento principal: “Evitar los lugares comunes de la música asociada al Vaticano”. Esto es, la imponencia del órgano, las misas, las grandes Pasiones y las obras corales. El fenómeno de Baschet, en cambio, suena tan ancestral como moderno, tan divino como humano. Una mezcla extraña. Religiosa, solemne y espiritual.

Marc Chouarain, intérprete francés especialista en instrumentos raros –un “cristalista” en esta ocasión–, fue el factótum que hizo de los vidrios una pieza constitutiva de la historia y la atmósfera casi cósmica que se respira en los planos de Berger. Y en este punto –el de la idea de que la música puede ocupar todo en el escenario cinematográfico–, recuerdo al genio de Lalo Schifrin que en una entrevista en Alemania me dio la definición más pragmática del género incidental en una prueba simple: ver la imagen del film sin la música. Y comprobar frente al vacío del silencio qué tan sustancial y poderoso es el aporte del sonido a la profundidad, la perspectiva, el clima y la emoción de una escena.

En el álbum de Cónclave, esa emoción preponderante está en los sonidos del vidrio distorsionado con los metales y en el tema del violonchelo usado como percusión con unos golpes de arco sobre las cuerdas violentos y sorpresivos, con un ostinato seco y visceral. “Animal”, dijo Bertelmann sobre esos pasajes que sumados a las capas tímbricas de una orquesta sinfónica mantienen en vilo lo expectante de la trama.

Para terminar, la mención de un dato en favor de la genealogía de un artefacto tan infrecuente como estos misteriosos cristales de Cónclave. El hecho de que al final de su vida –en el último año de la existencia más musical de la Humanidad–, Mozart compuso un exquisito Adagio y Rondó para armónica de cristal. La obra, un quinteto con el número de catálogo Köchel 617, fue estrenada en 1791 por la destinataria de la misma, una virtuosa ciega llamada Marianne Kirchgässner (paradigmático nombre con la palabra “iglesia”), para quien varios músicos compusieron piezas que daba a conocer en sus giras por Europa. Todas olvidadas, por cierto, excepto las páginas que el “niño-divino” escribió fascinado con el instrumento de cristal.



Fuente: https://www.lanacion.com.ar/cultura/los-misteriosos-cristales-de-conclave-nid06062025/

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