Robert Redford, el Golden Boy que nunca se enamoró de la fama
“La fama no es cómoda, pero uno aprende a convivir con ella. Muy pronto, se quiera o no, aprendemos a usarla como un abrigo, porque está siempre ahí. Después desaparece un poco, a medida que ...
“La fama no es cómoda, pero uno aprende a convivir con ella. Muy pronto, se quiera o no, aprendemos a usarla como un abrigo, porque está siempre ahí. Después desaparece un poco, a medida que uno envejece o pasa de moda. O uno deja de tener eso que hace que la gente suelte un grito de sorpresa al verte. De todos modos, siempre es raro tener a alguien que te mira con la boca abierta”.
Robert Redford, que murió este martes a los 89 años, hizo esta reflexión en la última etapa de su vida, cuando ya no le quedaba nada más por demostrar. Había decidido apartarse de a poco de los compromisos y las responsabilidades que definen a una gran estrella, aquellas que se conectan directamente con la fama, los premios, las caminatas por salones o alfombras rojas escoltadas por los flashes persistentes de los fotógrafos y hasta las ceremonias en las que se rinde tributo al éxito.
Pero hasta el final, tal vez como reconocimiento a todos esos admiradores anónimos que no podían creer que aquel mito viviente se tomara un instante para sonreír frente a ellos con una muestra de sincera gratitud, se propuso mantener su lugar de amable hombre público, defensor de causas y reivindicaciones humanitarias, y sobre todo promotor y artífice de la diversidad artística. Es posible que ningún astro de sus características, uno de los pocos y genuinos Golden Boys que surgieron del corazón de Hollywood, haya llegado tan lejos en la defensa y el apoyo al cine más alejado de la llegada masiva que tuvieron sus más grandes éxitos como intérprete.
Redford falleció a los 89 años en Utah, el lugar que eligió para tomar distancia de la idea de celebridad que lo había atrapado de manera inevitable desde que conquistó a todo el mundo a través de la pantalla con un un poder de seducción a toda prueba. Allí se sentía, en la vida cotidiana, como un cowboy más, el entorno ideal para un hombre tan afincado a la tierra, al espíritu conservacionista y a la vida al aire libre.
No estaba allí muy lejos de su otro lugar en el mundo, Park City, la pequeña localidad desde la que gestó, impulsó y llevó a la máxima expresión el Festival de Sundance, un espacio notable de difusión del cine independiente y que Redford siempre consideró como su gran legado artístico.
En ese lugar, siempre quiso ser reconocido. Como un mentor artístico de propuestas arriesgadas o fuera de lo común, como una especie de self made man que prefería hacer las cosas por las suyas en vez de depender de las grandes corporaciones que controlan a los estudios. Y también como un defensor de ideas progresistas, tomando –eso sí- conveniente distancia de cualquier compromiso político explícito.
Para entender el sentido de sus elecciones y el rumbo que eligió darle a una vida artística que se recordará a partir de hoy desde múltiples perspectivas hay que detenerse en un momento clave de su juventud. A mediados de la década de 1950, cuando no había cumplido todavía los 20 años, Redford tenía una obsesión: salir de Estados Unidos, conocer el mundo y convertir en realidad durante ese primer viaje de grandes descubrimientos su máxima vocación, que no era precisamente la de actuar. “Me fui a Europa como artista. Quería contar historias a través de la pintura”, confesó a mediados de la década pasada en una charla íntima con uno de sus nietos, Dylan, pintor y galerista.
Al volver pasó al menos cinco años cavilando sobre el futuro. Se había anotado en la escuela de arte del Brooklyn’s Pratt Institute y al mismo tiempo empezó a formarse como actor en la American Academy of Dramatic Arts. Sabemos de sobra cuál fue finalmente su elección, pero la duda persistió en su cabeza durante muchísimos años y solo encontró la respuesta cuando ya era una de las máximas estrellas del cine de Hollywood. “¿Cómo hago para unir las dos vocaciones? Eso fue lo que me llevó a dirigir”, explicó una vez.
Lo primero que hizo cuando puso en marcha su ópera prima como realizador, Gente como uno (Ordinary People, 1980), fue hacer con sus manos el storyboard de la película, para que sus colaboradores tuviesen en claro qué quería contar: “Me senté y empecé a dibujar cada secuencia. Y ahí comprendí todo: no había perdido el costado artístico que siempre tuve”.
No estaba lejos del origen en ese instante de iluminación casi definitivo. Charles Robert Redford Jr. nació en Santa Monica (California) el 18 de agosto de 1936. Antes de entregarse a esa vocación artística se había inscripto en la Universidad de Colorado gracias a una beca deportiva a la que renunció para emprender aquel primer gran viaje a Europa. Pero siempre mantuvo su inclinación por el deporte.
A la inclinación inicial por el béisbol, luego plasmada en la pantalla a través de uno de sus grandes personajes, el protagonista de El mejor (The Natural, 1984), le siguió la práctica consecuente del tenis, el automovilismo, el esquí, las competencias hípicas y hasta el aladeltismo.
Lo que Redford nunca quiso fue ser una estrella, aunque la realidad se empeñó en contradecirlo. Debutó en 1963 en un escenario teatral como protagonista de Extraños en el parque (Barefoot in the Park), cinco años antes de su rutilante aparición en la versión cinematográfica de esa misma obra junto a Jane Fonda, con quien se reencontraría en 2017 para compartir Nosotros en la noche, historia de amor otoñal que guardaba reminiscencias del vínculo (¿platónico? ¿real?) compartido entre ambos a lo largo del tiempo.
A partir de Butch Cassidy (1969), Redford encontró la consagración definitiva mientras se le empezaba a aparecer el fantasma de lo que no quería ser. Mientras el público no dejaba de admirarlo y lo convertía en uno de sus predilectos, sobre todo gracias a la incomparable sociedad artística que encontró allí y en El golpe (The Sting, 1973) junto a Paul Newman, empezó a buscar algún antídoto para contrarrestar las tentaciones de la fama.
Años después contaría que encontró una fórmula de tres pasos como camino de fuga de esa virtual jaula de oro: Primero, asumir la realidad de que cualquier persona en su lugar se convierte en un objeto. Segundo, tomar conciencia de la necesidad de estar siempre alerta para enfrentar ese peligro. Tercero, aplicar un plan de acción con ese propósito. “Decidí no tomarme en serio todo lo que me estaba pasando. Eso me mantuvo en equilibrio”, dijo sencillamente años después.
Apoyado en esa toma de conciencia, según propia confesión, Redford pudo llevar adelante sin complejos ni cargos de conciencia una carrera sin pausas que tuvo en aquella década de 1970 algunos de sus momentos cumbre. Además de El golpe llegaron en aquel tiempo Nuestros años felices, El gran Gatsby, El candidato (su único acercamiento visible desde la ficción al escenario de la política concreta en Estados Unidos, un lugar en el que tenía todo para triunfar pero esquivó conscientemente), Los tres días del Cóndor y El jinete eléctrico. También una memorable aparición en otro gran relato político de la época, Todos los hombres del presidente, en donde personifica a Bob Woodward, uno de los grandes investigadores periodísticos (el otro fue Carl Bernstein, interpretado allí por Dustin Hoffman) que develó al mundo el caso Watergate.
Todo este rango tuvo un comienzo y un final en dos títulos que buena parte de la crítica considera como las mejores apariciones de Redford como actor: el atípico western La ley del talión (Jeremiah Johnson, 1972) y Brubaker (1980), en donde encarna al director de una muy peligrosa prisión.
Redford aprovechó con personalidad, compromiso y una clarísima visión de cada lugar que iba ocupando en el cine (de actor a director y a partir de allí productor y mentor artístico) todo lo que había recibido de la naturaleza. Primero, la estampa natural de galán, a partir de su cabellera dorada y un rostro de facciones perfectas, que lo convertía en heredero de las grandes estrellas del Hollywood clásico. Y como complemento, el mejor entrenamiento teatral y artístico. Además, tenía una intuición natural, propia de los elegidos, para entender hacia dónde tenía que dirigir sus proyectos, ideas y esfuerzos. De a poco disfrutó también del privilegio de poder elegir dónde aparecer y cómo hacerlo, aunque también vivió algún fracaso resonante como el de Havana (1990), una de las películas que hizo con el director que mejor lo conoció, Sydney Pollack.
No le faltaron altibajos a su extensa y reconocida carrera como realizador, que se puso en marcha en la década del 80. Después de Gente como uno, inesperadamente para muchos coronada con un Oscar a la mejor película, llegaron El secreto de milagro (1988), Nada es para siempre (1992), Quiz Show (1994), Leyendas de vida (2001), Leones por corderos (2007), El conspirador (2010) y Causas y consecuencias (2012), todo un recorrido sin un punto fijo de referencia en el que se mezclan el acercamiento a algunos géneros clásicos, retratos singulares de la idiosincrasia estadounidense y observaciones políticas, siempre planteadas desde una perspectiva progresista.
En ese sentido, Redford quería dejar bien clara (aunque nunca supo expresarlo con la lucidez de otros autores) la diferencia entre la actualización de una mirada clásica sobre el arte y una postura conservadora en términos políticos, de la que siempre mantuvo distancia aunque sin cargar las tintas, seguramente muy consciente de que un pronunciamiento exagerado hacia cierto progresismo cultural (como el que en su momento expresó con mucho más espíritu militante Jane Fonda) podía perjudicarlo en sus otras iniciativas.
Esa voluntad quedó a la vista sobre todo en El señor de los caballos (1998), que será recordada más que por sus méritos artísticos por la elocuencia en la que se expresa la identidad de Redford como hombre del Oeste, identificado con un paisaje y una manera de ser. Tal vez esa declaración, que lo llevó entre otras cosas a establecer su residencia en la imponente zona rural de Utah y a desarrollar su sueño de Sundance en cercanías de ese entorno, haya hecho imaginar a algún productor que podía personificar a John Dutton, el poderoso patriarca de la serie Yellowstone, papel que terminó en manos de Kevin Costner.
En el propio Costner y también en Brad Pitt podemos encontrar diferentes y a la vez muy visibles rasgos de la herencia artística que deja Redford. En Nada es para siempre, el Redford director parece haber encontrado en el reflejo exacto de sus comienzos como actor en la imagen que transmite allí un todavía muy joven Pitt.
La vida de atleta y deportista que siempre caracterizó a Redford le permitió sobrellevar los desafíos de otra de sus grandes películas como actor, Todo está perdido (2012), en donde encarna a un hombre solo enfrentado al naufragio de su pequeño velero. Ni siquiera esa portentosa interpretación en una película de la que es el único personaje sirvió para que la Academia de Hollywood reconociera como correspondía sus méritos frente a las cámaras.
Como tantas grandes figuras de Hollywood, Redford padeció la injusticia de que su condición de estrella ocultara su indiscutible valía actoral. Después de una magra nominación como protagonista por El golpe y otras dos como director por Gente como uno (que terminó ganando) y Quiz Show, finalmente le llegó el premio consuelo a través de un Oscar honorario que recibió en 2002. Allí, por fin, la Academia reconoció toda una trayectoria ligada a la inspiración y al estímulo de los realizadores más jóvenes a través de su tarea en Sundance.
Redford nunca escondió el paso de los años, ni siquiera cuando aceptó divertirse con la invitación de Marvel para personificar al villano de Capitán América y el Soldado del invierno (2014). En las dos nostálgicas, bellas y crepusculares apariciones que eligió para su despedida de la actuación, Mi amigo el dragón (2016) y Un ladrón con estilo (2018), no escondía ninguna de sus arrugas, mientras sus espléndidos ojos celestes ya mostraban un brillo más apagado. Su cabellera seguía frondosa, pero a fuerza de tintura ya había virado primero del dorado al blanco y luego al anaranjado.
Ya estaba transitando su octava década de vida, dedicado a la producción y a las obras benéficas, al impulso de nuevas carreras artísticas (aunque decidió tomar distancia activa de Sundance en 2020), a la defensa de causas como el movimiento #MeToo y a proyectos empresariales que dejaron siempre a la vista su perspicacia para los negocios.
Pero siempre, en medio de cada uno de sus éxitos (y triunfó cada vez que se lo propuso), Redford miró la vida con cautela y prudencia, como si estuviese prevenido todo el tiempo del lado oscuro de la fama. “El dinero puede ser peligroso –dijo una vez-, es una gran seducción. La vanidad es otro mal. Estar tan ligado a tu aspecto físico puede ser devastador, porque eso no dura para siempre. Siempre he sentido que el viaje de la vida es mejor mientras uno avanza que sentándose en la cima”.
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