Desde hace varias décadas, la teoría que se impone para explicar el incremento de la obesidad en países desarrollados está fundada en un concepto más bien simple: el sedentarismo.
En otras palabras, que la falta de actividad física entre los habitantes del primer mundo y otras grandes ciudades, producto de los hábitos y las comodidades que han llegado con la modernidad, está detrás de los índices de sobrepeso más altos en naciones como Estados Unidos, Alemania y Reino Unido.
Sin embargo, un nuevo estudio publicado esta semana por la revista Procedimientos de la Academia Nacional de la Ciencia (PNAS, por su sigla en inglés) ha puesto en tela de juicio el mito y arrojado nuevas luces sobre una de las preguntas más urgentes de la salud pública.
De acuerdo con los investigadores, lo que verdaderamente está marcando la diferencia no es tanto el ejercicio como la calidad y la cantidad de comida que ponemos en nuestros platos.
El estudio comenzó por recopilar datos entre más de 4200 adultos de 34 países con diferentes niveles de desarrollo, utilizando un sofisticado método basado en “agua doblemente marcada” que permite medir con gran precisión el gasto energético total (TEE), el gasto energético basal (BEE) y el gasto por actividad física (AEE).
La sorpresa fue que, al ajustar por tamaño corporal, el total de calorías quemadas diariamente era prácticamente igual entre habitantes de países desarrollados y aquellos que viven en condiciones más tradicionales como cazadores, pastores o agricultores.
Incluso aquellos que caminaban durante todo el día no quemaban significativamente más calorías que un estadounidense promedio que trabaja en una oficina.
¿Qué es el “modelo de gasto energético restringido”?De acuerdo con el antropólogo evolutivo Herman Pontzer de la Universidad de Duke, que lideró el estudio, la explicación parece estar en lo que se suele llamar “modelo de gasto energético restringido”.
Según esta teoría, nuestros cuerpos ajustan internamente el uso de energía: si gastamos más en actividad física, reducimos energía en otras funciones biológicas no esenciales (como crecimiento, inflamación o funciones reproductivas). Es decir, el cuerpo compensa.
De este modo, aunque hacer más ejercicio tiene beneficios probados para la salud, no necesariamente se traduce en una mayor quema calórica neta, y, por tanto, no parece ser el factor principal detrás del aumento de la obesidad.
Descartado el sedentarismo o la inactividad como el principal responsable -en Estados Unidos el 74% tiene sobrepeso o es obeso-, los investigadores se centraron en el tipo de alimentación y los hábitos alimenticios de las personas evaluadas.
Los resultados fueron concluyentes. De acuerdo con el estudio, hay una fuerte correlación entre el consumo de alimentos ultraprocesados -definidos como productos industriales con cinco o más ingredientes- y los porcentajes más altos de grasa corporal.
Este tipo de alimentos, omnipresentes en dietas occidentales, incluyen desde cereales azucarados hasta comidas congeladas, refrescos, embutidos y otros.
Así mismo, el estudio concluyó que las personas en países más desarrollados consumían en promedio muchas más calorías que las personas en naciones menos desarrolladas. Es decir, más comida y de peor calidad.
De acuerdo con el reporte, “la ingesta energética ha sido unas diez veces más importante que el gasto energético total en el auge moderno de la obesidad”.
Pontzer es enfático en que su estudio no busca desacreditar el ejercicio.
“El ejercicio sigue siendo esencial para la salud cardiovascular, metabólica y mental. Pero si queremos combatir la obesidad, las políticas públicas deben centrarse en la dieta, especialmente en reducir el consumo de ultraprocesados”, sostiene el antropólogo.
A su juicio, el hallazgo representa un desafío para los mensajes tradicionales de salud pública que a menudo se centran en la necesidad de hacer más ejercicio, pero sin poner el mismo énfasis en la calidad y cantidad de lo que comemos.
En lugar de enfocarse únicamente en fomentar el movimiento físico -dice el informe- las campañas y políticas deberían priorizar la educación alimentaria, la regulación de los productos ultraprocesados, y el acceso equitativo a alimentos frescos y nutritivos.
*Por Sergio Gómez Maseri