En una de las pantallas gigantes del Movistar Arena se recorta, entre los rostros rebosantes del público, la imagen de una frase que llama la atención de la leyenda. Una muchacha agita un cartel donde se lee algo así como que desea que Lionel Richie le escriba una frase en su cuerpo con la idea de que luego se convierta en tatuaje. Pasada la mitad del show, después de haber encantado a su audiencia con clásicos como “Hello” -con el cual abrió el recital saludando literalmente a su público-, y “You Are”, “Stuck On You” y “Penny Lover”, baladas pegadizas y algo azucaradas cuyos ritmos incluyeron el meneo típico de cabeza y los brazos bamboleantes hacia el cielo, preparó entonces el terreno para otro de sus cantos memorables.
Motivando a que el público se anime a jugar con el reemplazo insoslayable de Diana Ross, en aquel mítico dúo que inmortalizó un hit dando comienzos a una era, los ochenta, “Endless Love” duró lo que Richie decidió que dure: tan sólo unas estrofas, luego de lo cual interrumpió abruptamente para dar lugar a la entrada de la muchacha del futuro tatuaje, que ingresó emocionada e incrédula por un costado del escenario. Con su carisma sin un dejo de demagogia, algo que resulta una tentación para cualquier popstar, Lionel tomó el brazo de su fan, con un fibrón le escribió “Hello” y después estampó su firma, “L.R”. Todos esperaron que regresara a “Endless love” y, sin embargo, el experimentado cantante de 76 años despidió con un largo abrazo a la muchacha, quien seguramente conservará el recuerdo para sus cinco minutos de fama, recibió la ovación del público y siguió como si no hubiera extrañado a Diana Ross en el escenario. “Endlees Love”, de ese modo, quedó cortada y sin final.
La escena, en su cierre, no sorprendió a nadie: con sus dotes de stand up y su entrega tan artística como atlética -sólo salió en dos breves ocasiones a cambios de vestuario, durante la hora y cuarenta y cinco minutos que duró el show-, se permitió alterar la continuidad de sus propias joyas sonoras para ofrendarse en cuerpo y alma a sus fans, aun a riesgo del ridículo y la parodia de sí mismo. Richie brindó un concierto con el repaso de los temas más conocidos de su larga trayectoria, sobre todo aquellos clásicos de los ochenta que se expandieron en los oídos globales por las radios, los videoclips y en sucesos extraordinarios como “We Are The Word”, cuando estrellas de la música como Ray Charles, Stevie Wonder, Bruce Springsteen, Tina Turner, Bob Dylan y Cyndi Lauper, se reunieron en 1985 para cantar por África. Así lo retrata el documental La gran noche del pop, donde Lionel Richie, genio y figura, se exalta como el alma mater e ícono de la época con su inconfundible look de bigote, sonrisa a flor de piel y una cara grande y esculpida en sus gestos que mantiene hasta la actualidad.
Sin apoyo de coros más que algunos momentáneos de sus músicos –la banda, integrada por guitarra, bajo, saxo, armónica y teclados, se exhibió tan sólida como a tono con sus clímax–, la voz de Richie lució intacta con sus extraordinarios registros vocales, desprovista de los giros armónicos que lo catapultaron de joven en su paleta de barítono y en la versatilidad del solista, yendo del pop al R&B, del soul al funky, del góspel al country, aunque con la elegancia formal de un showman veterano que nunca se guardó un resto para el siguiente tema. “Bienvenidos al show”, soltó en la apertura pocos minutos antes de las nueve y media, donde las luces relampaguearon con “Running With The Night”, al calor de los sintetizadores y una agitada platea que se levantó con vibra disco. Tal como ocurrió a lo largo del abanico temporal del espectáculo llamado “Say Hello to the Hits!”, Richie pasó con ligereza de un ritmo de discoteca a una balada nostálgica donde se sentó en repetidas ocasiones al piano, como la notable “Easy”, de la etapa de Richie con su banda The Commodores y publicada en 1977 por la compañía Motown, sello vanguardista de la música popular afronorteamericana y de la cual supo ser un estandarte.
En una noche sin sorpresas y con la certeza de que su música se sigue escuchando impecable en su conexión en vivo, Lionel hizo lo que mejor sabe, con las dosis justas de sus medicinas: cantar, bailar, bromear, interactuar con su público y repasar un repertorio lleno de himnos universales. Todo bajo la sensación de que, fuera de cualquier atisbo de solemnidad, su gracia con los fans argentinos, en la segunda visita al país desde aquel concierto en la sede de GEBA de Marcelino Freyre en 2016, es tan auténtica como recíproca. Basta haber reparado en los pequeños monólogos de Richie –quien habló largos minutos en inglés sin castellanizar una palabra–, jugueteando con el “Olé, olé, olá, olá, Lionel, Lionel”, cántico futbolero que el público, quizás en su mayoría sin saber que su máximo astro debe su nombre a que sus padres lo tenían como ídolo, correspondió en cada pausa, al pie de las ironías permanentes de su anfitrión. “Me gustaría que se sepan alguna de mis canciones, ya que llegué a una edad donde me las puedo olvidar”, dijo en una parte. Y en otra: “Traje un repertorio de canciones y todo para que se inventen ese ´olé, olé, olá, olá”, despertando las risas cómplices de la platea y la improvisación payasesca de su banda coreando “Buenos Aires, Buenos Aires”.
Los ecos de Stevie Wonder, Marvin Gaye, Michael Jackson, de Diana Ross y Aretha Franklin, hasta de Elton John y Quincy Jones, se esparcieron desde las visuales y la herencia estética a la impronta del groove de Richie, que fue de un lado a otro del proscenio con su destreza escénica y siempre apoyándose en sus músicos, tan gestuales como él. En el medio hubo instantes de alto vuelo musical como el reggae de “Se La”; un rincón dedicado a The Commodores con temas explosivos como “Brick House”, clásico en bodas, series y bailes de graduación de su época, y “Fancy Dancer”, con un funky que hizo temblar el piso; la interpretación sensible e introspectiva de “Truly”, que estremeció hasta los que no gustan de las baladas melosas; y el fuego de “Dancing On The Ceiling”, otro bastión ochentoso con aire tecno en el que nadie pudo permanecer sentado. La batería sonaba al ritmo de las palmas, con visuales de ciudades futuristas, edificios y autos a toda velocidad, y Richie sudó la gota gorda, con una toalla en mano secando a intervalos su transpiración, y varios se preguntaron por qué no se desprendió de su saco blanco con volados y luego de su chaqueta roja que apretaba su largo y esbelto cuerpo. “Amazing, amazing”, repitió varias veces, como un mantra, el cantautor que, entre otros reconocimientos, recibió el máximo honor del Salón de la Fama de los Compositores en Estados Unidos.
Una era, los ochenta, que los argentinos conocen a la perfección en sus hits norteamericanos y no casualmente una buena parte del público se concentró en los sesenta años para arriba. En otro fragmento inolvidable, Richie miró a sus espectadores cercanos y preguntó las edades. Ubicó a algunos de cuarenta, otros de quince, una niña de nueve y luego dos longevos de 82 y 90 años. Se quedó con este último, que le devolvió unos pasos desde su platea y le sacó una foto con su celular, como si fuera un adolescente. “Son como una familia completa”, dijo Richie, en un abrazo generacional. Poco después sonrió con los dientes blanquísimos, como toda la noche, la cara venosa y húmeda, y el resto del público se enterneció siguiendo la escena desde las pantallas. Y el final llegó con “Say you, Say me” y “We Are the World”, donde recordó que la escribió junto a Michel Jackson con el fondo de los celulares como luciérnagas en la oscuridad.
El aplauso cerrado llegó cuando el artista, serio y lacónico, se pronunció por rescatar un mensaje de paz y amor universal para frenar con “tantas peleas”, y con el público totalmente de pie y Richie con un saco brillante para la ocasión, la banda viró los acordes hacia un epílogo que terminó en una discoteca a escenario abierto con el esperado “All Night Long”, el infaltable clásico para mover los cuerpos pasadas las once de la noche alrededor de luces caleidoscópicas y un highlight con su típico pasaje africano. Richie se despidió cantando, sin saludo de cierre, en lo que pareció un final abierto. Veinte canciones y una voz en la memoria emocional, pop, melancólica, festiva y épica. Esas melodías y ritmos para que bailen y tarareen todos.