Miércoles, 17 de septiembre
Bonaerenses

El reconocido chef que revolucionó la gastronomía de altura

LIMA, PERÚ.- A veces uno entra a un restaurante y encuentra platos. Otras veces, encuentra un país. Y muy de vez en cuando, si el día es particularmente claro y uno ha dormido bien, encuentra un...

LIMA, PERÚ.- A veces uno entra a un restaurante y encuentra platos. Otras veces, encuentra un país. Y muy de vez en cuando, si el día es particularmente claro y uno ha dormido bien, encuentra una hipótesis. Virgilio Martínez no es un chef, es una disidencia. Su restaurante Central es el escenario más visible de una operación mucho más ambiciosa: no dar de comer, sino proponer una nueva forma de habitar el territorio.

Porque lo de Virgilio —y Malena Martínez, y Pía León— no es simplemente servir platos hermosos con insumos locales. Es cartografiar una nueva posibilidad desde la megadiversidad peruana. Hacer de la cocina una plataforma de pensamiento. Un idioma que se escribe en 36 pisos altitudinales y se pronuncia con tubérculos amazónicos, tejidos tintóreos, fermentos y abejas nativas. Frente al reduccionismo global de una alta cocina cada vez más atrapada en la estética del plato blanco, el universo Martínez ensaya una revuelta silenciosa: volver a pensar la cocina como la expresión sintética de una ecología, una historia y un porvenir.

Todo empieza con una fundación. Mater Iniciativa, es un centro de investigación donde se cruzan investigadores, artistas, biólogos, cocineros y comunidades andinas en un delirio colectivo que tiene poco de gastronómico y mucho de arqueología futura. No es un restaurante: es un laboratorio de sentidos donde se estudia la temperatura de las palabras, la textura de los ritos, la resiliencia de las plantas.

Mater, dicen ellos, no es un apéndice de Central. Es el motor y la razón por la que, al final del día, lo que aparece en el plato no es comida sino geografía cocida. Es ahí donde nace el trabajo con comunidades quechuas para rescatar productos en peligro de extinción. Donde se instalan estaciones meteorológicas para que los campesinos puedan anticiparse al clima, no desde la superstición sino desde la ciencia conectada con la cosmovisión. Donde se resignifican iconografías textiles como si fueran archivos de código genético.

Claro, uno puede reducir todo esto a una narrativa de marketing: “El chef que viaja al origen”. Pero lo que hace Virgilio no es apropiarse del territorio, sino dejarse atravesar por él. Su cocina no representa el Perú. Lo reescribe. Por eso el menú de Central no es un menú, sino un manifiesto geográfico. Se llama “Experiencia Alturas” y uno transita, bocado a bocado, de los -10 metros al nivel del mar hasta los 4200 metros, como si la cocina fuese un sistema vertical de interpretación del mundo.

Pero, ¿puede la gastronomía operar como un vector de transformación sociocultural?

La respuesta, en el caso de Virgilio, parece ser un sí rotundo, aunque formulado con la delicadeza de quien sabe que toda transformación real es lenta, silenciosa y profundamente colaborativa. Por eso, en lugar de abrir filiales internacionales, Martínez abre jardines etnobotánicos en la Amazonía. En lugar de franquicias, ensaya proyectos con comunidades Shawi para preservar raíces indígenas. En lugar de instalarse en Nueva York, instala estaciones de monitoreo climático en Moray. Es la inversión exacta del modelo de éxito occidental: menos expansión, más profundidad. Menos globalización, más polisemia local.

¿Estamos frente a un proyecto gastronómico? No. Estamos frente a un sistema de pensamiento. Un modelo que podría funcionar como ejemplo para otros territorios atravesados por la diversidad y la desigualdad, donde la cocina no se limite a la sofisticación técnica sino que sirva para tender puentes entre ciencia, cultura y supervivencia.

En este sentido, lo de Virgilio Martínez y su universo expandido —que ya no cabe en una guía Michelin ni en un listado de “50 Best”— es un gesto político. No partidario, sino epistemológico. Porque al revalorizar el saber ancestral, al activar comunidades desde la colaboración, al instalar el cuidado del territorio como principio estético y ético, lo que se está proponiendo es una nueva forma de vivir en el mundo. Una donde la comida no sea solo placer, sino conciencia. Donde comer bien implique también mirar distinto.

Virgilio Martínez no cocina. Traduce. Y eso, en estos tiempos de ruido gourmet y fuegos artificiales mediáticos, es el gesto más radical de todos.

MIL: donde el lujo es no tener señal

Uno llega a MIL no como se llega a un restaurante, sino como quien emprende una peregrinación. A 3600 metros de altura, en las terrazas circulares de Moray —ese laboratorio agrícola preincaico que algún dios antiguo dibujó con compás—, MIL se alza no como un ícono del lujo, sino como su disolución. No hay valet parking. No hay sommelier de aguas minerales. Hay niebla. Hay mujeres quechuas que hilan sentadas junto a las piedras. Hay un silencio tan denso que uno sospecha que podría untarse en pan.

La mesa aquí no es el centro. El centro es el paisaje. Y no como fondo instagrammeable, sino como sujeto. MIL no mira al entorno: se somete a él.

Aquí, la cocina trabaja en equipo con las comunidades de Mullak’as-Misminay y Kacllaraccay, dos pueblos que no fueron elegidos por su exotismo, sino por su historia y su dignidad. No hay asistencialismo. No hay folclore. Hay diálogo. Y, sobre todo, hay una forma de colaboración que desborda los esquemas habituales del “turismo sostenible” y se parece más a una alianza entre iguales que a una cadena de suministro. Si el mundo fuera un poco más como MIL, los tratados internacionales se firmarían con papas nativas y ajíes negros sobre la mesa.

La relación con las comunidades no parte de una idea filantrópica, sino de una premisa más elemental: sin ellas, esto no existe. Sin su conocimiento sobre los suelos, sin su lectura del clima, sin su forma de contar el tiempo en lunas y no en relojes, el menú de MIL sería solo un ejercicio estético. Pero con ellas, se convierte en algo más: en una restitución.

Porque en el fondo, MIL es un proyecto de reparación. Una manera de devolver centralidad a lo que fue históricamente marginado: el saber andino. Ese saber que durante siglos fue desacreditado por la ciencia moderna, y que aquí se reencuentra con ella sin pedir permiso. Los científicos que colaboran con Mater Iniciativa no vienen a enseñar, sino a escuchar. Los agrónomos no bajan datos: suben preguntas. Los cocineros no crean platos: traducen prácticas. Y el resultado no es un menú, sino una constelación de historias comestibles donde lo vegetal, lo animal, lo mineral y lo ritual se combinan en una sinfonía de altiplano.

Comer en MIL, entonces, es casi incidental. No hay nombres de platos, ni descripciones barrocas. Uno no sabe si está comiendo una especie en peligro, una metáfora, o el resultado de una alianza entre campesinos y botánicos. Probablemente, las tres cosas.

En este paisaje sin señal, donde el celular se convierte en un fósil inútil, el lujo no está en lo que se sirve sino en lo que se suspende: la velocidad, la ansiedad, la jerarquía. Uno no viene aquí a consumir, sino a comprender. No hay propinas generosas que salven el ego urbano. Hay caminos de tierra, técnicas de cosecha ancestral, niñas que saludan en quechua, y fermentos que saben a otra época.

Y sin embargo, todo esto podría sonar impostado. Un invento más del “lujo consciente”. Un capricho de chef iluminado. Pero no. Porque en MIL, la puesta en escena es austera. Nada quiere ser espectacular. El comedor es una sala de piedra y madera donde las ventanas funcionan como marcos para un cuadro que cambia con las estaciones. Los platos no buscan apabullar: sus colores son los del campo, sus formas las de lo orgánico, su lógica la del ciclo.

Y entonces, en ese momento en que uno mastica un tubérculo que nunca antes había visto, y el camarero —con más paciencia que prosa— explica que proviene de un suelo a 4000 metros trabajado por una familia de cinco generaciones, algo hace clic. No es un bocado. Es una epifanía. Lo que se sirve no es comida: es soberanía.

En MIL, el comensal deja de ser cliente para convertirse en testigo. Testigo de un proceso que no lo necesita, pero que lo invita. Que no se dirige a él, pero que lo incluye. Una cocina que no sirve al mercado, sino a una idea: que otro mundo —uno menos vertical, menos centralizado, menos voraz— todavía es posible.

Barranco: la acupuntura de una ciudad cansada

Todo empezó en Barranco. O, mejor dicho, todo recomenzó allí. Porque antes de convertirse en el epicentro conceptual del nuevo andinismo gastronómico, Barranco era un barrio bohemio en retirada, con la resaca de sus glorias pasadas y una melancolía que olía a humedad y pintura vieja. Sus casonas republicanas sobrevivían por pura terquedad, sus acantilados eran más postales que paisajes, y sus cafés soñaban con ser Montparnasse mientras servían capuchinos tibios a turistas despistados.

Y entonces, un restaurante. Central, con ese nombre casi geopolítico, que no era solo un lugar para comer sino una declaración de intenciones. Desde su primer emplazamiento —ese local de arquitectura elegante, brutalista y sin ornamentos—, se notaba que aquí se jugaba otra liga. Nada de música de fondo, nada de velas, nada de “ambiente”. Solo la tensión controlada entre lo sobrio y lo profundo. Barranco, ese barrio de artefactual bohemia, encontraba de pronto un nuevo polo magnético: la alta cocina convertida en laboratorio territorial.

Pero el efecto Central fue más allá del plato. Como si se tratara de una acupuntura urbana, el universo Martínez comenzó a reactivar zonas latentes del barrio con precisión quirúrgica. Donde antes había grafitis desteñidos, ahora hay murales botánicos. Donde antes se improvisaban ferias de arte, ahora se planifican encuentros transdisciplinarios con científicos, diseñadores y biólogos. El arte ya no es decoración: es discurso.

La apertura de Casa Túpac, convertida en sede de Mater Iniciativa y nodo creativo del ecosistema, consolidó esta mutación. Lo que fue un centro cultural marginal devino en cuartel general de la cocina pensante. Aquí no se pelan papas: se estudian suelos. No se planifican cartas: se diseñan narrativas. Casa Túpac es algo inasible, como esos proyectos que solo pueden suceder cuando alguien decide no explicarlos demasiado.

Barranco, así, dejó de ser una postal nostálgica para convertirse en un laboratorio de futuro. En un barrio donde la gastronomía ya no seduce con promesas de placer inmediato, sino con hipótesis. Donde lo comestible se vuelve epistemología. Y lo notable es que esta transformación no implicó una negación de lo barranquino, sino su relectura. En vez de pintar todo de blanco minimalista, el equipo Martínez eligió dialogar con lo preexistente: conservar las casonas, invitar a los artistas locales, trabajar con vecinos que no aparecen en TripAdvisor.

El resultado es una zona que no explota su identidad, sino que la cultiva. Un paisaje urbano donde se puede tomar un café tostado con precisión japonesa mientras se escucha a una curadora amazónica hablar de pigmentos vegetales. Donde el diseño no es escenografía, sino herramienta para pensar el territorio. Donde la cocina no es espectáculo, sino síntesis.

Y por eso, quizás, la influencia de Central en Barranco es más profunda que la de cualquier desarrollo inmobiliario. Porque no se limita a ocupar espacio, sino a proponer sentido. Es una forma de transformación que no arrasa, sino que genera campo. Donde otros montan franquicias, Martínez y su equipo siembran relaciones. No han llenado el barrio de copias de sí mismos, sino que han permitido que otras voces se activen en resonancia. Como si la gastronomía, en lugar de marcar el terreno, lo abriera.

Theobroma: la venganza del cacao

¿Y si el postre fuera el inicio? Entre las muchas ramificaciones del universo Virgilio, una de las más sugerentes es Theobroma, el laboratorio amazónico dedicado al cacao. Pero no al cacao como fetiche gourmet, ni como souvenir para europeos nostálgicos del trópico, sino al cacao como archivo biocultural, como punto de partida para una revolución sensorial e identitaria.

Ubicado en el Alto Mayo, este centro no solo investiga variedades nativas, sino que articula un ecosistema de conocimiento entre comunidades cacaoteras, químicos, diseñadores y artistas. El cacao ya no es simplemente un insumo: es una excusa para hablar de genética, suelos, herencia oral, cartografía sensorial y modelos alternativos de desarrollo económico. En otras palabras, Theobroma no produce chocolate: produce contexto.

La lógica es siempre la misma: tomar un producto que ha sido reducido a mercancía y devolverle densidad simbólica. Donde la industria busca estandarización, Mater propone complejidad. Donde el mercado impone monocultivo, Theobroma recupera biodiversidad. El chocolate que se sirve no es el fin, sino el mensaje cifrado de un sistema más amplio. Un alimento que, como un códice, se puede leer.

Pía León: el contrapunto invisible

Sería un error —uno muy masculino, por cierto— pensar que todo este entramado es obra de un solo demiurgo. Pía León, pareja y aliada en esta aventura, ha construido su propio lenguaje, paralelo y complementario. Su proyecto, Kjolle, es la versión espectral del universo Central. No una réplica, sino una desviación. No una síntesis, sino una poética.

Donde Virgilio se arroga la geología, Pía borda la botánica. Donde él compone en escalas altitudinales, ella lo hace en pigmentos y texturas. Kjolle no pretende abarcar, sino sugerir. No se impone como manifiesto, sino que actúa como contracanto vegetal en esta ópera andina. Su cocina es menos topográfica y más intuitiva, menos de gabinete y más de jardín.

Pero reducirla a la cocina sería un nuevo error. Pía ha sido una figura clave en la construcción del tejido que sostiene todo el universo Mater: desde la articulación con comunidades hasta la arquitectura emocional de los espacios. Si Virgilio piensa como geógrafo, Pía actúa como jardinera filosófica. Uno traza sistemas, la otra los habita.

Epílogo: más allá del plato

Entonces, ¿es esto gastronomía? Sí, claro. Pero también es botánica aplicada, pedagogía rural, urbanismo simbólico, antropología en acto y diseño ecosocial. Llamarlo solo “restauración” sería como decir que el Partenón es un tejado: una reducción casi insultante. El universo expandido de Virgilio Martínez y Pía León —ese rizoma que va de Barranco a Moray, del cacao amazónico a las estaciones meteorológicas campesinas— se ha convertido en una forma de pensar. Un sistema de transformación cultural con la comida como lenguaje, pero no como fin.

Hay un peligro, por supuesto. Que esta constelación termine capturada por el turismo de elite, convertida en el Disneylandia de la biodiversidad. Que se fetichice la complejidad. Que la performance del territorio suplante al territorio mismo. Pero hasta ahora, el proyecto resiste. Porque no depende de la espectacularidad, sino de la red. No de la fama, sino de la estructura invisible que sostiene el cambio.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/sabado/el-reconocido-chef-que-revoluciono-la-gastronomia-de-altura-nid20082025/
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