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Estuvo un mes detenido y 40 horas esposado. La odisea de un argentino deportado por EE.UU.: “Decían que era una amenaza”
“Llegué a mi tierra contentísimo; es lo más bonito volver al lugar donde uno nació, pero me siento destrozado: no era la forma de llegar”, dice Mario Robles, de 25 años, al reconstruir par...
“Llegué a mi tierra contentísimo; es lo más bonito volver al lugar donde uno nació, pero me siento destrozado: no era la forma de llegar”, dice Mario Robles, de 25 años, al reconstruir para LA NACION su regreso forzado al país después de un mes de detención en los Estados Unidos y un viaje de casi 40 horas, durante las que, denunció, estuvo esposado. Su testimonio se inscribe en el operativo que, en la madrugada del jueves, recibió en el aeropuerto de Ezeiza a un grupo de argentinos deportados por el gobierno norteamericano.
El vuelo OAE 3642, un Boeing 767-300 de Omni Air International proveniente de Alexandria, en el estado de Louisiana, aterrizó a las 3.17 y, tras horas de confusión entre la terminal de arribos y la privada (FBO), los deportados salieron por esa última, donde los familiares se agolparon detrás de una reja metálica y, entre gritos de nombres y abrazos, se concretaron los reencuentros. Algunos se fueron con sus parientes; otros subieron a una camioneta oficial. “Estoy bien, nos trató muy bien la embajada”, alcanzó a decir uno antes de seguir. Entre quienes cruzaron esa reja estuvo Robles.
Nacido en Villa Clara, Entre Ríos, Mario vivió su adolescencia en un país distinto al que lo vio volver. Recuerda, sin rodeos, una Argentina donde “el dólar estaba a 20 pesos y con mil pesos alcanzaba para todo”. La escalada cambiaria lo empujó a tomar una decisión en 2019: irse a México “por el bienestar de mi familia”. Allí trabajó como encargado “cabecilla” en una empresa de construcción dedicada a empedrados y adoquines. Hizo su vida: se independizó, conoció a su esposa —mexicana—, se casó y fue padre. Roxana, su hija, hoy tiene tres años y, como recalca, es “todo” para él.
En ese recorrido, Mario adoptó el acento de su entorno. Lo explica con detalle: “El cambio de acento no fue porque yo quisiera ni porque me avergüence de mi país. Me vi obligado a hacerlo. Cuando uno va así, te la jugás con la Policía, con la Guardia Nacional, con todos; si te ven de otro lado, enseguida pueden decirte: ‘te vamos a deportar’. Yo tengo papeles mexicanos, pero igual te miran distinto. Por eso hablo tipo mexicano, aunque eso no cambia que soy argentino”.
Con trabajo estable pero sin vivienda propia, la idea de cruzar a los Estados Unidos se instaló “hace como dos o tres años”. Su suegro, que falleció en Fort Worth, Texas, iba a ayudarlo a cruzar. El objetivo era concreto y acotado: “El famoso sueño americano es irte tres o cuatro años. Un año entero le pagás al coyote; los otros años son para levantar tu casa y hacerte de una camioneta. Yo iba por mi casa y por un negocio; regresarme con mi familia. Eso quería”. Para su esposa, el plan era “muy difícil”. Mario insistió: “Necesito irme para asegurar el futuro de mi hija. Uno viene al mundo a eso: a asegurarles el futuro”.
Ubica su salida de México entre el 15 y el 16 de agosto, cerca de las 22. Tomó un colectivo hasta la frontera y esperó “dos días” a que llegara su turno. Lo cruzaron por el río Bravo, “por el área de Texas”. Del otro lado, lo esperaba el “levantón”: una camioneta lista para salir “en caliente”, sin pausas. Eran 11. Camino a San Antonio, en un puesto del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de los Estados Unidos (ICE, por sus siglas en inglés), el conductor se puso nervioso ante una pregunta sencilla —por qué llevaba tan cargado el vehículo—, se contradijo y los agentes ordenaron revisar. “Yo estaba en la caja con otros tres; me quité la manta y salí corriendo. Tardaron como dos horas en agarrarme. Mandaron drones y perros. Me escondí en una zanja de un metro cincuenta de profundidad, corté ramas para taparme porque los drones detectan el calor. Veía las luces de la ciudad. Diez minutos más y llegaba. El perro se regresó, me tomó de la camisa y empezó a ladrar. Así me agarraron”.
El encierroLo esposaron y lo trasladaron a Laredo, Texas. Pasó por la “hielera”, un cuarto de unos ocho metros por ocho, en los que debía usar mantas térmicas. “Era puro aturdimiento por el ruido. No podías llamar a tu familia hasta ir a la Corte. Estás incomunicado”. Al día siguiente, miércoles, declaró ante el juez y obtuvo la posibilidad de hacer una llamada de cinco minutos. “Intenté con la Embajada de Argentina. Perdí el celular corriendo; no sabía números. La Embajada y el Consulado se portaron de 10 puntos en todo momento. Les pedí que contactaran a mi mujer y a partir de ahí avisaron a mi mamá y a mis hermanas”.
Luego vino el traslado a un centro de detención “en el medio de la nada”. Aclara que, según le explicaron internos y personal, “no es del gobierno: son empresas que hacen negocio con el gobierno; los de gobierno son los de ICE que te agarran”. Allí pasó “casi tres semanas y dos días”; si suma la hielera, “un mes completo”. Describe condiciones de trato que —advierte— no necesita exagerar: “A mí me dieron de comer cinco veces al día, me bañaba cuando quería y pude hablar con mi familia cuando me cargaron crédito. Lo único con lo que no estaba de acuerdo era que nadie te dice nada. No tenés noción de cuándo te sacan. Les preguntás a los guardias y hacen oídos sordos. Son gente normal que trabaja para una empresa; te dicen: ‘yo no sé’”.
Mientras esperaba, su cabeza estaba en México. “Yo rogaba que me aventaran para México; ahí está mi hija. Ella no tiene la culpa de los errores que uno comete”. Dos días antes de que le confirmaran que lo enviarían a la Argentina, su hija enfermó y dejó de comer “si yo no regresaba”. “Me largué a llorar. Le pedí al guardia que me saquen de ahí. Me decían: ‘De todos modos te van a aventar para la Argentina’”. La información precisa —fecha y hora— le llegó por el Consulado: “Un orgullo. Me dijeron: ‘Va a salir a las 5 y llega a tal hora’. Fue exacto”.
El vuelo de deportación, cuenta, confirmó los temores. “Nos subieron en Louisiana encadenados de los tobillos, la cintura, los pectorales y los brazos. Cuatro cadenas. Apenas podías caminar y comer, con las dos manos así atadas. Desde que salís del centro te ponen cadenas y no te las quitan hasta el destino. Unos 40 minutos antes de aterrizar en la Argentina nos las sacaron porque no querían que los argentinos vieran cómo nos traían. Estuve 25 horas encadenado en avión, más 15 horas desde Laredo hasta Louisiana: casi 40 horas”.
La llegadaRelata que el contingente era multinacional: “Como 120 colombianos, unos 83 brasileños, niños y personas grandes, y 10 argentinos”. Asegura que “a los argentinos y a los brasileños” los “atendían bien con la comida”, y que “a los colombianos un día no les dieron porque habían empezado a gritar”, según su versión.
Con los compatriotas, subraya, se mantuvieron juntos: “Cuando escuché a un argentino, me acerqué. Me preguntaron por el acento y les conté lo de México. Los 10 argentinos estuvimos juntos todo el tiempo”. También hubo pérdidas: “A dos argentinos les desaparecieron pertenencias: celulares, dinero, tarjeta de banco, documentación. No sé si fue en Estados Unidos o aquí”.
Ya en Ezeiza, atravesó la escena que se repitió con otros: rejas, espera, corridas al FBO y, finalmente, el abrazo con su madre. “Hacía siete años que no la veía. Mi papá nos abandonó; yo siempre fui el ancla de mi mamá. Me apretó tanto que casi me saca los pulmones. Fue felicidad, pero me quedó mal sabor de boca porque no era la forma. Yo quería llegar con mi hija, que mi mamá la reciba en la puerta, que corra, que cocinen juntas, que la apapache. No fue así. Llegué esposado como si hubiera matado a más de 50 personas, como de una cárcel de máxima seguridad. Fue horrible y feo. No se lo deseo a nadie”.
Su horizonte inmediato, dice, es regresar a México cuanto antes. “Mi hija está muy triste. Cada rato me dice: ‘Papi, quiero que vengas’. Yo aquí sin dinero. Necesito que me ayuden para regresar. Ella no tuvo la culpa. Ese error no lo voy a volver a cometer”. Aclara que “puede entrar a México cuando quiera” y que la prohibición es para Estados Unidos por cinco años. “Tengo todos los papeles mexicanos en regla”, indica.
En ese punto, hace una advertencia basada en lo que vivió con el ICE: “Cuando le dijeron a mi esposa que me iban a aventar para la Argentina, vino el comisario de mi caso y me dijo que ya había mandado mi identificación mexicana a México y que allá me iban a recibir. Me pidió que pusiera en la tabla que a mí no me daba miedo regresar a la Argentina y con eso me podría enviar a México. Yo confié. Pero eso es mentira. Si sos ciudadano de otro país, te mandan al país de origen. A ellos no les importa si tenés mujer en México o en El Salvador: entrando a Estados Unidos, sos de ellos”. Interpreta que lo enviaron a la Argentina para dificultar un nuevo cruce: “Decían que era una amenaza, como si fuera terrorista. Si me aventaban a México, podía volver a cruzar. Aventándome a la Argentina, me cuesta más”.
El balanceTambién aporta un dato sobre el régimen cotidiano de encierro: “Cada hora del día te ponen una musiquita en parlantes. Todo el santo día, hasta que te acostás. Trataban de dañarte la mente para que no pienses”. Sobre el cuadro general dentro del centro, describe a personas “de Nepal, China, Marruecos, Irak, Cuba, República Dominicana”, muchos “apelando asilo” y, según lo que él escuchó, “no se los van a dar”. “Yo me tardé un mes y se me hizo un año. Me traumé”, dice.
El balance que extrae es tajante en su propia vida: “El dinero no lo es todo. Lo más importante es la familia. Uno piensa en lo material, pero si te alejan de la familia, con toda la plata del mundo no la ves. Yo quería mi casa y un negocio, pero mi hija me necesita. Eso me quedó”. Tras el operativo en Ezeiza, Mario agradece otra vez la asistencia oficial argentina en el exterior: “El Consulado argentino, lo mejor. En todo momento estuvieron conmigo”.
Su madre, Natalia, que se asomó unos segundos a la charla, dejó una única precisión vinculada a cómo se narró el caso en redes: “Estaba enojada por algunas cosas que vi por internet que me habían molestado un poco, porque yo sabía que a mi hijo lo habían deportado pero porque él paso ilegal. Pero no son ni asesinos ni criminales”.
La historia de Mario se resume en una fórmula que él mismo repite: felicidad por pisar su tierra; amargura por la forma en que volvió; urgencia por reunir lo necesario para regresar con su familia a México, adonde —afirma— puede reingresar por contar con documentación local. En el medio, una lección que remarca para sí y para otros: la casa y el negocio pueden esperar; su hija, no.
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