El 6 de noviembre de 2010 moría Richard A. Luttrell en Springfield, Illinois. Tenía 62 años. Además de su esposa Carole le sobrevivían dos hijas, dos nietas y una bisnieta. Había vivido siempre en Springfield, salvo entre 1967 y 1968, cuando sirvió en la guerra de Vietnam como miembro de la Brigada Aerotransportada A/237.
De no haber sido por algo que le ocurrió entonces su nombre no diría mucho al resto de la Humanidad, como el de millones de personas en todo el planeta. Pero un día de 1967, cuando tenía 19 años y combatía en la selva vietnamita, el azar de la batalla lo llevó a un intrincado sendero en Chu Lai. Allí se encontró de pronto cara a cara con un soldado enemigo que le apuntaba con su arma desde pocos metros de distancia. Luttrell se sintió perdido, vio pasar toda su breve vida ante sus ojos mientras se despedía mentalmente de ella.
Aunque llevaba su propio fusil en las manos supo que no tendría la menor oportunidad. Estaba en la mira del otro. Pero por algún motivo el vietnamita vaciló, dudó en disparar. Luttrell no lo hizo. Era su vida o la del enemigo. Disparó y mató al vietnamita. De inmediato llegaron sus compañeros y, entre todos, registraron el cuerpo muerto del enemigo. De entre sus ropas cayó una foto en la que se veía al soldado con una niña pequeña, de siete u ocho años. No había dudas. Era su hija.
Lutrell se sintió perdido, vio pasar toda su breve vida ante sus ojos mientras se despedía mentalmente de ella. Aunque llevaba su propio fusil en las manos supo que no tendría la menor oportunidad
Luttrell recogió esa foto, la guardó entre sus ropas y desde entonces la llevó en su billetera. Con frecuencia la miraba y los ojos de aquellos dos seres fijos en él no dejaban de conmoverlo. Pasaron los años y se convirtió en un activo miembro de la Asociación de Veteranos de Guerra, al punto en que fue uno de los responsables de la creación del Monumento Conmemorativo de Vietnam, en el Cementerio de Oak Ridge, inaugurado en noviembre de 1982. En el podio de ese monumento figura su nombre.
Mientras tanto, llevaba una carga en su conciencia. Estaba simbolizada en la foto que nunca abandonaba su billetera. Agobiado por aquella angustia, el 18 de noviembre de 1989 se arrodilló en el Monumento de Oak Ridge y depositó allí la foto y una carta destinada al soldado que vaciló en matarlo y al que él había matado.
Nunca sabré por qué no me quitaste la vida. Me miraste fijamente durante tanto tiempo armado con tu AK-47 y, sin embargo, no disparaste”, escribió allí. “Perdóname por quitarte la vida, reaccioné tal como me entrenaron: para matar... ¡Ni siquiera te consideraba humano!”.
Lutrell regresó a Vietnam en 2000, 2009 y 2010, cuando hizo un recorrido de seis semanas en motocicleta. Algo de él había quedado allí
“Desde aquel día de 1967 he crecido mucho y tengo un gran respeto por la vida y por los demás pueblos del mundo”, continua la carta. “Tantas veces a lo largo de los años he contemplado tu foto y la de tu hija. Cada vez, mi corazón y mis entrañas ardían de culpa. Ahora tengo dos hijas. Una tiene veinte años. La otra tiene veintidós y me ha bendecido con dos nietas, de uno y cuatro años. (…) A partir de hoy ya no somos enemigos. Te veo como un valiente soldado que defendía su patria. Ahora puedo respetar la importancia que la vida tuvo para ti. (…) Dejo tu foto y esta carta. Es hora de continuar mi proceso vital y liberar mi dolor y culpa. Perdóname. Me despido, señor. Hasta que nos volvamos a encontrar en otro momento y lugar, descansa en paz”.
Luttrell regresó a Vietnam en 2000, 2009 y 2010, cuando hizo un recorrido de seis semanas en motocicleta. Algo de él había quedado allí. Lo dice en su carta. Aprendió con dolor, pese a salvar su vida, lo que tantos irresponsables con poder y sin poder, con cargos y honores o como simples ciudadanos de a pie, hoy desconocen. Que es fácil designar a otro como enemigo, quitarle su condición humana, descalificarlo, insultarlo, ignorarlo, matarlo con palabras o con armas. Deshacerse de él (o de ellos) sin comprender que son nuestros espejos, que viven y sienten como nosotros lo hacemos y que en cada asesinato real o simbólico al matarlos matamos algo propio, nos empobrecemos.