Estadísticas nacionales no hay, pero se trata de una realidad que se comprueba en casi todas las escuelas. Cada vez más chicos concurren a la escuela con un acompañante terapéutico, quien trabaja a la par de ellos para que, más allá de su condición o diagnóstico, puedan aprender junto con sus compañeros, derecho que está reconocido por ley.
El registro de estas condiciones aumenta en todo el mundo, según se ve en las cifras de Estados Unidos, que se toman como referencia. Los especialistas explican que hay más diagnóstico de neurodivergencias aunque no necesariamente más casos, y se desarrollaron criterios nuevos para definir comportamientos que antes pasaban inadvertidos o se atribuían a la mala conducta.
Aproximadamente un 12% de los menores de 14 años necesita algún tipo de apoyo, según datos del Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) norteamericano. Hay siete de cada 100 chicos en edad escolar con trastorno del lenguaje y un 11% con déficit de atención (Trastornos de Déficit Atencional con o sin Hiperactividad, TDAH). Además, aumentó la incidencia de casos de Trastornos del Espectro Autista (TEA), que es de un chico cada 36.
En la Argentina no hay cifras: en el último censo de población no se incluyó ninguna pregunta sobre discapacidad. A diferencia del TDAH, el TEA sí viene aumentando su incidencia por razones ambientales, dicen los expertos. Se espera que en las próximas mediciones sea un chico de cada 25. También aumentaron los casos de Trastorno Específico del Lenguaje (TEL), según creen los especialistas después de la pandemia. La neurodivergencia más frecuente en el aula es la dislexia (dificultad para leer), que muchas veces viene combinada con discalculia (dificultad con base neurológica para realizar operaciones matemáticas) y en muchos casos se suma una dispraxia, que en el entorno del colegio se observa como la dificultad para plasmar en papel aquello que se comprende y se puede resolver de forma oral y mental: chicos que miran el pizarrón y no copian. Muchos docentes lo confunden con un acto de rebeldía o mala conducta.
“Pero si hay un chico con TEA cada 36, 11 cada 100 con TDAH y diez cada 100 con dislexia, significa que al menos hay uno chico con alguna neurodivergencia en cada aula. Esto contrasta con la nula capacitación que reciben los docentes sobre discapacidad y neurodivergencia durante sus años de formación. También explica por qué cada vez hay más acompañantes terapéuticos en las aulas”, describe Paulo Morales, padre de Julián, de 9 años, que tiene autismo y desde los 3 asiste a la escuelas con una maestra integradora. Morales es miembro de TEActiva, una organización de padres y productora de contenidos para visibilizar la neurodiversidad.
Esta situación, que probablemente se hizo más visible en los últimos años, tiene una contracara en el interior de los colegios: aulas pequeñas, diseñadas para un modelo de enseñanza con 30 alumnos sentados mirando al frente, levantando ocasionalmente la mano para preguntar y copiando en silencio lo que escribe la maestra en el pizarrón. Es allí donde la presencia de los acompañantes terapéuticos, tan fundamentales para hacer que el derecho a la educación de todos los niños sea una realidad, entra en cuestionamiento. “Somos ese bastón invisible que ofrece el apoyo que el chico necesita y que hace posible el aprendizaje”, explica Claudia Mourello, acompañante terapéutica y docente. Y de pronto la superpoblación en las aulas los convierte en ese “elefante en la sala”, que nadie sabe dónde poner.
Ocurre que la estructura escolar que ofrecen hoy tanto colegios privados como escuelas públicas no está preparada para la nueva realidad que ponen sobre la mesa las neurodivergencias: que no todos los chicos aprenden al mismo ritmo ni de la misma manera, incluso si tienen o no alguna condición del neurodesarrollo.
“Lo primero a cambiar es la mirada. Si todos entendemos que la educación es un derecho humano de todas las personas, todos vamos a tener herramientas de cómo enseñar en diversidad. Si algo dejó en claro la pandemia es que, más allá de las condiciones o diagnósticos, no todos los chicos aprenden igual. Sin embargo, seguimos con un modelo de hace 100 años. La situación nos interpela. ¿Estamos preparados para enseñar en la diversidad?”, plantea Alexia Rattazzi, psiquiatra especializada en autismo, autora del libro Sé amable con el autismo y fundadora de la organización Panaacea.
Aulas superpobladasSegún un relevamiento realizado por la Asociación de Institutos de Enseñanza Privada de Argentina (Aiepa), aulas de algunos de los 5000 establecimientos que nuclean llegan a tener hasta siete acompañantes. “El dictado de clases se complejiza y la burocracia estatal y de las obras sociales convierten los trámites en un engorro tanto para familias como para directivos. En la cotidianeidad escolar se termina desarrollando el paradigma de la falsa inclusión”, señala un comunicado de Aiepa.
Magalí Gentiletti, directora del Jardín Nenelandya de Villa Ballester, tiene salas en las que confluyen seis acompañantes. “Son muchos adultos en el aula. La docente a cargo tiene que liderar la clase, pero al mismo tiempo gestionar el trabajo de las acompañantes”, apunta.
Desde su jardín elaboraron un documento interno en el que establecieron los pasos por seguir para cada uno de los niños. “Es complejo porque hay que llegar a acuerdos con las acompañantes para definir cuáles son las mejores estrategias. En ocasiones tiene que ver con los tiempos, con acompañar a los niños a que salgan del aula cuando lo necesiten, a tener su ‘kit de calma’, a trasladarse a otra sala cuando haya una propuesta más adecuada”, detalla.
La realidad que plantean los padres también es compleja. La mayoría de las familias con hijos con discapacidad saben que conseguir una vacante es una odisea. Por eso, aquellas escuelas que son inclusivas se pueblan de muchos otros casos.
“Los diagnósticos son cada vez más frecuentes. La Ley de Educación Nacional contempla la inclusión. El Estado garantiza el acceso al sistema educativo, pero no acompaña brindando las condiciones para que su estadía sea en las mejores condiciones. ¿Qué tan bien la pasan los estudiantes con discapacidad en aulas superpobladas con cinco, seis adultos acompañando? ¿Qué tiempos y herramientas de acompañamiento tienen los docentes que coordinan el trabajo con los cinco, seis acompañantes?”, se lee en el documento de Aiepa.
Las familias no eligen que sus hijos vayan con acompañante, son los especialistas que los tratan quienes lo indican. Para ello, deben tramitar un certificado de discapacidad (CUD). Después, salen a buscar un acompañante terapéutico, tarea difícil por la gran demanda. Además, se topan contra un sinfín de trabas, burocracia, trámites y aprobaciones del Estado y las obras sociales. A esto se suma la demora en los pagos por parte de las obras sociales. El ingreso que cobran en promedio los acompañantes, por nomenclador, es de unos 300.000 pesos, que los paga la obra social de los padres. Y hay acompañantes que exigen un plus a las familias.
Para acceder a ese acompañamiento, indicado por el especialista, los padres deben presentar todo tipo de documentación, informes médicos, evaluaciones psicológicas, certificado de discapacidad y planes de tratamiento, documentación legal, seguros, etcétera. “Son carpetas y carpetas que empezamos a enviar en noviembre, cada año todo de nuevo, de cero”, relata Leticia Palacio, madre de Emilia, de 10 años, con TDAH, que asiste a un colegio en Palermo con su acompañante, Camila. “Hoy, a fines de marzo, todavía hay muchas familias que no tienen la autorización de la obra social para que entre el acompañante. Es agotador. Es todo a contramano, cuando lo único que estamos pidiendo es que nuestros hijos puedan aprender con las herramientas que necesitan”, dice Leticia.
Si el visto bueno demora, algunos colegios, aunque es ilegal, les ponen trabas a las familias para que los chicos permanezcan en el aula.
Martín Zurita, secretario ejecutivo de Aiepa, opina que es urgente regular la cantidad de acompañantes y maestros de inclusión por curso, agilizar los procesos para su acceso a las aulas y políticas educativas que fomenten la formación. “Hay un intenso debate sobre la cantidad de procesos de inclusión simultáneos que puede haber en una misma aula”, advierte.
¿Un acompañante para varios chicos?En algunos colegios, ante la falta de regulación y de alternativas, están implementando el acompañante múltiple, que asiste a varios alumnos a la vez. “Tenemos varios chicos, en los distintos niveles con su certificado de discapacidad y que requieren una integración. Para nosotros, cuando llegan, si su CUD dice con acompañante, no lo cuestionamos. Buscamos hacerlo lo mejor posible. Estamos planeando pedirles a las familias que se pongan de acuerdo para que un mismo acompañante asista a más de un chico, siempre que el diagnóstico lo permita”, explica Juan Dasseville, apoderado del Colegio Francesco Faa di Bruno, una institución doble jornada en Palermo, a la que concurren tres chicos con trastornos del habla y del lenguaje, con sus acompañantes: en primer grado, Juan Pablo y con su integradora, Magalí; en cuarto, Sofía, que asiste con María Sol, y en quinto, Benicio, que es asistido por Griselda.
“No recibir en una escuela a un estudiante porque hay siete integrados en un aula, porque ya está completo el cupo, es discriminar. Se deberá proveer un aula más grande o se dividirá el espacio”, sostiene Mariel Giordanino, madre de Gabriel, de 17 años con TDAH. Mariel coordina los grupos de Familias Leonas TDAH, de familias con hijos con este diagnóstico.
Para un chico con TDAH, sentencia, la figura del acompañante es central, así como la silla de ruedas para quien no puede caminar o el audífono para quien no escucha. “Tiene que ver la particularidad del diagnóstico. El síntoma nuclear del TDAH es la desregulación emocional, provocada por el fallo en las funciones ejecutivas. Hay chicos que tienen un fallo más notorio, otros no tanto, dependiendo de los entornos. El acompañante cumple justamente la función de proveer estas funciones ejecutivas artificiales, como decimos nosotros, con las cuales nuestros hijos no nacen. No es lo mismo que no esté”, relata Giordanino.
“Hay chicos a los que solo les aprueben el acompañante dos días a la semana. Eso es un daño enorme. Es como que a un chico que no puede caminar, le permitís empezar la semana en la escuela con la silla de ruedas y los demás días se la sacás. Hay un montón de abusos y acá el perjuicio siempre es para el niño o la niña que necesita de esa figura para poder desarrollarse a la par de sus compañeros, en igualdad de condiciones”, afirma.
“La figura del acompañante es muy importante, pero también es cierto que este modelo de que cada familia con un chico con una neurodivergencia lleve a su acompañante se volvió insostenible, porque por un lado para las familias es muy engorroso conseguirlo y para el colegio, sostenerlo. Yo lo digo siempre, hay que integrar a las maestras integradoras, porque hasta los colegios les asignan un rol difuso y no las hacen parte del proceso de aprendizaje”, comenta Morales, padre de Julián. “Existen otros modelos, como en Estados Unidos o España, donde es el mismo colegio quien provee el docente de refuerzo, capacitado en neurodiversidad, que puede acompañar a varios chicos. El modelo como está planteado hoy no va más”, considera.
“Yo no veo mal que exista un cupo. Porque es cierto que nuestros hijos necesitan aprender con pares. Pero si hoy hay un chico con una neurodivergencia cada ocho chicos neurotípicos, lo natural debería ser que en cada grado haya dos o tres. Si existiera un cupo, también se le podría exigir a las escuelas que no reciben chicos con un diagnóstico que lo hagan. Es más, los gobiernos podrían ofrecerles beneficios impositivos a quienes cumplan”, agrega.
“Implementar una educación inclusiva es un proceso largo y que demanda compromiso. Puede llevar 15 años, trabajando con un objetivo muy claro de enseñar a una diversidad de estudiantes, respetando su perfil único de aprendizaje”, señala Rattazzi.
“Ahora, para hacer eso, hay que cambiar las herramientas que se usan. Primero hay que considerar que cualquier estudiante –y esto es independiente de un diagnóstico o una condición– puede necesitar un plan individual de apoyos determinados y de adecuaciones: un Proyecto Pedagógico Individual (PPI). Es un plan que busca establecer qué apoyos y qué adecuaciones necesita ese estudiante. Pero no todo estudiante necesita un apoyo uno a uno. En muchas ocasiones, estrategias como las parejas pedagógicas, que mientras uno da la clase el otro puede ayudar y tener en cuenta todas las necesidades que tienen los estudiantes, funcionan muy bien. Hay que encontrarle la vuelta. Tal vez lo que tienen que cambiar son los sistemas de enseñanza”, concluye la psiquiatra.