Pía tenía 15 años cuando agarró lápiz y papel, se sentó en su cuarto y escribió una carta. No sabía a quién iba dirigida, no conocía el nombre, ni el rostro, ni la historia de quien la recibiría. Solo sabía que había soldados argentinos en Malvinas, que eran jóvenes, que hacía frío, que estaban lejos. Entonces escribió. Se presentó, contó cómo era su vida, le habló a ese otro joven que imaginó perdido entre las islas y la guerra. Después dejó la carta en su colegio, en San Isidro, junto a medias tejidas, chocolates y tortas caseras que otros alumnos prepararon para enviar al frente.
Del otro lado, en Puerto Argentino, un joven subteniente recibió la carta. Entre bombardeos, barro y silencios, la leyó. Guardó la hoja, y sin saberlo, también guardó un lazo. Pasaron nueve años hasta que se sentó a redactar la respuesta. La carta, escrita a mano, llegó a Pía cuando ya tenía 24 años. La leyó con emoción, pero no contestó. La guardó.
Pasaron otros 25 años. Y en 2016, al ordenar cajas de recuerdos, Pía la encontró. “Tengo que encontrarlo. Esta historia no puede quedar así”, pensó. No sabía si estaba vivo, si seguiría en el país, si habría cambiado de nombre o de destino. Pero lo buscó. Y lo encontró. Y allí nació una historia de amistad como las de las películas, con Manuel.
Hoy, 43 años después de aquel primer manuscrito, Pía y Manuel reconstruyen para LA NACION cómo se desarrolló esta amistad.
“En el colegio había un ambiente bastante especial”En 1982, Pía tenía 15 años. “Estaba cursando tercer año de la secundaria y en mi colegio había dos exalumnos que estaban haciendo el Servicio Militar y los habían seleccionado para ir a Malvinas. Entonces, en el colegio había un ambiente bastante especial, porque teníamos a esos dos exalumnos en quienes pensar. Ellos habían terminado el año anterior y de pronto estaban en la guerra. Se generó una movida grande”, recuerda.
“Yo iba al colegio Labardén, en San Isidro. Era buena alumna, tenía la vida típica de los chicos de ese tiempo. Salía, incluso organizábamos fiestas para juntar plata para Malvinas. Pienso que hacer una fiesta para juntar plata para una guerra es una locura. Pero bueno, era lo que se nos ocurría hacer a esa edad”, agrega. Entre esas cosas, nos pidieron que escribiéramos cartas para los soldados que, por supuesto, eran desconocidos para nosotros. No le escribías a alguien en particular, era simplemente: “Querido soldado”.
-¿Eso fue una iniciativa de los colegios?
-No me acuerdo si fue algo organizado por los colegios o una iniciativa más grande. Lo cierto es que en mi colegio lo hicimos, y en el de mi prima, que quedaba cerca, también.
-¿Cuántas cartas escribiste?
-Varias. Por lo menos, diez. Y de hecho, no me acuerdo el contenido exacto de la primera, o de muchas de ellas. Pero en la carta que recibí de Manuel, él me responde cosas que yo le había contado. Ahí me doy cuenta qué le dije en la primera.
-¿Qué le decías en esa primera carta?
-Le conté que iba al Colegio Labardén, que estaba de novia, que vivía con mis padres, que tenía una hermana, que mi abuela vivía con nosotros. Que estudiaba. Le contaba mi vida cotidiana, quién era yo y qué hacía. No mucho más que eso, y también le decía que acá estábamos para apoyarlos. Pero, como te digo, todo desde la ignorancia y la inocencia. Nunca habíamos vivido una guerra tan cerca y tan lejos al mismo tiempo. Veías las noticias en la tele, pero estábamos territorialmente muy lejos. Y era difícil, a los 14 o 15 años, imaginar una guerra real con chicos que hasta hacía poco habían sido compañeros del colegio.
La respuesta de Manuel: “Querida amiga”-¿Cuánto tiempo pasó entre que enviaste la carta y recibiste la respuesta?
-La respuesta me llegó en 1991, ¡9 años después! Pero Manuel la recibió allá, en Malvinas. Él me escribe en 1991, mucho tiempo después, contándome que la carta la había recibido en Puerto Argentino, durante la guerra. Pero después estuvo prisionero, así que fue de los últimos soldados en regresar. Él era subteniente en ese momento, militar de carrera. Tenía 20 años cuando lo mandaron a las islas. Después de la guerra siguió su carrera. Y en el 91 me cuenta que encontró todas las cartas que había recibido. Varias. Y no sé por qué, un día se sentó y empezó a responderlas. Entre ellas, la mía. Y me la manda. La escribió el 3 de marzo de 1991. Me pone: “Querida amiga, vos te preguntarás quién soy...”, y en un momento dice: “Te contesto esta carta con un poco de demora: nueve años”. Me habla de lo que le conté, me dice que la recibió en Puerto Argentino, en Isla Soledad, y me agradece el gesto.
-¿Qué te generó leer esa respuesta?
-En el 91 yo tenía 24 años. Ese año me casé. Supongo que por la sorpresa, por todo lo que estaba viviendo, no le presté mucha atención. Me acuerdo que la recibí, la leí, él me había puesto su número de teléfono y la dirección de su casa, y me dijo que lo llamara si quería. Y evidentemente no me animé. Pero la guardé. La guardé durante años, con otras cosas que fui juntando a lo largo de mi vida. Y mirá lo que es la vida: en 2016, ordenando mis cosas, la encuentro.
-Mucho tiempo después.
-Un montón. Y cuando la encuentro digo: “¿Cómo puede ser que nunca me haya puesto en contacto con Manuel?”. No lo podía creer. En el medio tuve hijos, trabajé, crecí, me mudé… y la carta me acompañó en todas las mudanzas. Cuando la leí de nuevo, sentí que tenía que encontrarlo. No sabía cómo, pero tenía que hacerlo. El teléfono que había dejado era viejo. Pensé: ese número ya no debe existir.
-¿Cómo lo buscaste?
-Llamé a un primo mío que había estado en el Colegio Militar, porque en la carta Manuel me contaba un poco de su trayectoria: que había seguido la carrera militar, que había estado en Córdoba. Yo tenía su nombre y apellido, y sabía algunos de sus destinos. Mi primo me dijo: “Quedate tranquila, lo voy a ubicar. Conozco a alguien, voy a moverme”. Una semana después me llama y me dice: “Lo encontré”. “No puede ser”, le dije. “Sí, lo encontré. Tengo su WhatsApp. ¿Querés llamarlo?”. Me moría de vergüenza. ¿Qué le iba a decir después de tanto tiempo? Pero le escribí: “Hola, soy Pía del Castillo. Recibí una carta tuya en el 91, respondiendo a una que te había mandado yo en Malvinas. Pasó el tiempo y recién ahora me estoy contactando”. Le mandé una foto de la carta, porque pensé: “¿Qué va a pensar de mí?”. Ya éramos grandes. ¿Va a creer que es verdad? Y me contestó enseguida. Me dijo: “No te puedo creer, qué bárbaro, qué lindo, qué alegría conocernos”.
-¿Y empezó una amistad?
-Él vive en Córdoba. Me dijo que ojalá algún día pudiéramos conocernos en persona. Empezamos a escribirnos por WhatsApp. Cada 2 de abril le escribía, y en fechas importantes: Día del padre, de la madre, del amigo, Navidad, Pascuas... Me contó que estaba casado, que tenía dos hijas. Yo le conté de mi familia, que también estoy casada y tengo cuatro hijos.
-¿Se vieron en persona?
-Tuvimos un vínculo muy fluido por WhatsApp, muy amistoso, pero nunca nos habíamos visto personalmente. Pero el año pasado me propuse conocerlo. Viste cuando arrancás el año y decís: “Este año sí”. Me dije: “Este año no va a pasar sin que lo conozca”. Entonces le escribí: “Mirá, Manuel, en noviembre voy a viajar a Córdoba. ¿Te gustaría que nos conociéramos?”. “Obvio”, me dijo. “Avisame cuando estés acá y nos encontramos”. Yo viajé por trabajo. Y era muy loco: iba a conocer en persona a alguien con quien me había escrito en el 82, que me respondió en el 91, con quien retomé el contacto en 2016... pero nunca lo había visto. Pero a las 5 de la tarde, puntual como buen militar, apareció en el lobby del hotel. Nos miramos y simplemente nos dimos un abrazo. Y fue como reconocernos. No nos conocíamos... pero nos conocíamos un montón. Me dijo: “Vamos a casa, mi familia te quiere conocer”. Yo había llevado la carta, por supuesto. Fuimos a su casa. Estaba su mujer, Elisa. Y nos pusimos a charlar como si fuéramos amigos de toda la vida. Leímos la carta, hablamos de la guerra, le hice preguntas, él me contó muchas cosas... Y nos dimos cuenta de que habíamos sido vecinos. Yo vivo en Tigre, y él vivió ahí hasta 2014, muy cerca de mi casa.
-¿Ese fue el único encuentro?
-Hubo otro, hace muy poco. En febrero vino a Buenos Aires con su mujer. Me avisó y lo invitamos con mi marido a comer un asado a casa.
-¿Qué reflexión hacés de esta historia, 43 años después de aquel primer manuscrito?
-Una historia de dos adolescentes. Él, más grande, pero igual muy joven, madurado por la guerra. Yo, una nena de 15 años que le escribió a un soldado que estaba peleando en Malvinas. Y tal vez, como me dijo en la carta, fue una alegría para él recibirla. Que alguien que no lo conocía pensara en él. Entonces, está bueno que los chicos puedan ver que con un pequeño gesto se puede transformar la vida de otro. Lo mío fue solo eso: un gesto. Escribir una carta, contar quién era, sin saber qué iba a pasar. Y mirá todo lo que vino después. A veces, con muy poco, podés cambiarle la vida a alguien. O, al menos, alegrársela en un momento difícil.
“Nos abrazamos como si nos conociéramos de toda la vida”, dice ManuelLa historia de Manuel en Malvinas merece unos párrafos exclusivos. Cuando estalló la guerra, Manuel Cansinos tenía apenas 20 años. Era subteniente, recién egresado del Colegio Militar, parte de la promoción 113, la misma que lleva el nombre de “Islas Malvinas”. Se había graduado antes de lo previsto, producto de la urgencia de la guerra: fue asignado al Regimiento de Infantería 25, a cargo de Mohammed Alí Seineldín, y el 11 de abril aterrizó en un avión Fokker en Puerto Argentino.
Durante todo el conflicto se mantuvo en esa zona, al sur del poblado. Su especialidad era la logística: tenía a cargo el abastecimiento de ropa, combustible y alimentos para las distintas unidades del Ejército desplegadas entre el pueblo y el aeropuerto. Desde allí organizaba recorridas diarias, distribuyendo recursos, resolviendo emergencias con creatividad y compartiendo sus días con los soldados.
Fue en ese contexto que le llegó la carta de Pía. No fue la única que recibió. “Había un volumen enorme de correspondencia. Algunas cartas eran de familiares, pero también llegaban bolsas con mensajes escritos por chicos y chicas que no nos conocían. En mi caso, entre varias, llegó la suya”. En ese momento no sabía quién la escribía, pero el gesto lo conmovió. “Uno abría esas cartas como si las hubiera escrito un hijo, una hermana, un amigo. Las leías varias veces, las volvías a doblar y las guardabas”.
Manuel conservó la carta durante toda la guerra. Y logró traerla de regreso, junto con apenas un puñado de objetos personales, a pesar de que fue capturado y estuvo prisionero del ejército británico. Al regresar al continente, la vida siguió su curso: nuevos destinos, nuevas mudanzas. Y en alguna de esas cajas que iban y venían, encontró la carta otra vez, nueve años después. “Me senté un día y respondí todas las que pude”. A Pía le escribió con el corazón. Le contó quién era, dónde había recibido su carta, y cuánto significó para él. Y le dejó su teléfono, por si quería llamarlo.
Pasaron más de dos décadas hasta que Pía le contestó. Y otros tantos mensajes hasta que finalmente se conocieron, en Córdoba. “Nos abrazamos como si nos conociéramos de toda la vida. Nos contamos nuestras historias. Le presenté a mi familia. Después viajamos a Buenos Aires, ella nos invitó a su casa, y Adrián, su marido, hizo un asado”. Lo dice con emoción. Lo repite: fue como reencontrarse con alguien que estuvo siempre, aún sin conocerse.
De esa época, Manuel guarda muy pocas fotos. La mayoría se perdieron cuando lo tomaron prisionero. Le quitaron su cámara, los rollos, las pertenencias. “Solo me quedaron dos imágenes”, dice. Una es una foto grupal, ampliada, donde apenas se lo distingue. La otra tiene una historia más improbable: fue tomada en las islas con una cámara pocket suya. Décadas después, un amigo la encontró publicada en una revista del Museo de Guerra Imperial, en Londres. “Estoy al lado de unos misiles, que no tenían nada que ver conmigo”, ríe. “Pero ahí estoy. Esa foto, sacada con mi cámara, terminó en un museo británico”. Hoy la tiene como imagen de perfil en WhatsApp.