“Ya conocía el apocalipsis”, me dijo el gendarme al comienzo de una entrevista que nunca llegué a publicar y que me vuelve ahora a la memoria a partir del escandaloso caso de Nahuel Gallo, de cuya detención y secuestro en Venezuela mañana se cumplen dos meses. Había visto el apocalipsis de cerca en Vukovar, en su primera misión a Croacia, en el silencio de los escombros que había dejado la guerra del 91. Pero esto era peor. Sin embargo, después de más de dos años en el escenario de combate, nada anhelaba más que llegara la hora de ese destino para el que se había preparado, la culminación de un largo camino de Buenos Aires a Zagreb, a la noche de ese invierno crudo en que por fin aterrizaba en Sarajevo.
Había sobrevolado la ciudad varias veces, pero ahora estaba allí, en el corazón del conflicto, un soldado de la paz entre serbios y bosnios, observando aquel precario aeropuerto demarcado con alambres de púa y unas bolsas de arena que separaban la pista de aterrizaje de los cúmulos de nieve sucias y unas carpas montadas por los franceses que controlaban la ayuda humanitaria. Pensaba, con una mezcla de orgullo y fe, en la vocación que lo había llevado a ese puesto, que él era uno de los cuatro elegidos que en la mañana de ese día de febrero de 1996 habían recibido la orden de alistarse para un inminente traslado a Bosnia. Eso significaba que era uno de los mejores. Le servía pensar así. Le daba fortaleza concentrarse en su mérito, no por vanidad sino por la convicción que exigían sus deberes. Del resto de la tropa, el último contingente de veinte hombres enviados a la exYugoslavia, seis habían sido repatriados y otros diez, desplegados en territorio croata. “Siempre tuvimos gente aquí –me aclaró–. Entramos en el 93 con un batallón del Ejército Argentino y nosotros, los policías de la Gendarmería Nacional.
“A las 5 de la tarde –les había anunciado un oficial sueco de la Fuerza Aérea a cargo de su escuadrón–, parte un avión Hércules de Naciones Unidas con destino a Sarajevo. En esta lista tengo cuatro nombres. Preparen un bolso mínimo: un uniforme, otro de repuesto y un equipo de civil. Entre esos nombres estaba el suyo: Daniel Quiroga, “el Cordobés” como lo llamaban en el contingente.
El vuelo salió puntual a pesar de la nevada. Viajaban otros cascos azules de distintas nacionalidades, soldados, policías y civiles. Llegaron con la última luz de la tarde, mortecina después de la tormenta. En tierra los recibió un oficial de la OTAN, los cargó en un blindado y los llevó a la ciudad donde permanecerían un año.
“Cuando llegamos a Bosnia, mi primera impresión fue terrible. No teníamos electricidad, agua ni calefacción. Hacía muchísimo frío, 15º bajo cero. A veces menos. No teníamos problema con el idioma porque hablábamos el serbocroata. Pero escaseaba la comida y, al vernos extranjeros, no nos vendían alimentos. Los caminos estaban oscuros, llenos de hielo y barro, montañas de escombros, estructuras oxidadas y vehículos obstruyendo el paso. El olor y el humo eran insoportables. Todo se estaba quemando en esta ciudad. A medida que avanzábamos, veíamos columnas de gente en la oscuridad. Eran los serbios que se estaban retirando. El país quedaba dividido en dos: la República Serbia y la Federación de Bosnia y Herzegovina. Después de un año de instrucción en Campo de Mayo y de aprobar los exámenes de Naciones Unidas, finalmente me sumaba a las fuerzas policiales de la OTAN en la que sería mi tercera misión en los Balcanes”.
También me habló del Cerro Mercedario en San Juan, su primer invierno como aspirante de la Gendarmería en la frontera con Chile, el comienzo de su instrucción y lo que había incorporado acerca de la disciplina, la templanza, el orden moral. ¡Le encantaba esa expresión! Orden moral. Una idea llena de solidez y certidumbre que se había forjado a fuego en aquel destacamento, al pie del Mercedario, bajo la custodia y altivez del cóndor andino.