Me diagnosticaron autismo a los 53 años y sé por qué aumentan los casos

NUEVA YORK.— El presidente Donald Trump y el secretario de Salud norteamericano, Robert F. Kennedy, se comprometieron a enfrentar lo que describieron como “un flajelo” que amenaza a los niños de Estados Unidos. El aumento del autismo ha sido astronómico: hoy afecta a 1 de cada 36 niños norteamericanos, frente a 1 cada 10.000 en la década de 1980, según datos que citó Trump en uno de sus recientes decretos presidenciales. Bajo la dirección de Kennedy, los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC) ahora planea investigar si las causantes de ese aumento son las vacunas, a pesar de la abrumadora evidencia en contrario.

¿Y si no hubiera ningún misterio a resolver? ¿Y si resulta que el autismo no está aumentando para nada? ¿Por qué no pensar que el aumento de casos diagnosticados es algo positivo?

Como soy científico y autista, creo que el aumento de los diagnósticos es resultado de una mayor concientización social, de una mejor identificación de los síntomas —especialmente de parte de las mujeres y las niñas—, y de una definición ampliada que hoy incluye un rango de desórdenes del neurodesarrollo que englobamos como “trastornos del espectro autista” (TEA).

Cuando era chico, solía quedarme mirando fijo al vacío, no pescaba los matices sociales y me despachaba con largos monólogos sobre mis intereses específicos. Pero recién a los 53 años empecé a sospechar que tenía trastorno del espectro autista.

La idea apareció durante una revisión profesional para la cual mi empleador había traído a un psicólogo. Tras entrevistarme a mí y a mis colegas, el psicólogo sugirió que yo podía tener autismo, lo que se confirmó en posteriores evaluaciones.

No es fácil aceptar que un aumento de setenta veces en los casos de autismo pueda ser básicamente un reflejo de cambios en los métodos de diagnóstico o por una mayor consciencia pública sobre el tema, pero mi propia experiencia ayuda a entenderlo. Durante mi infancia, a finales de la década de 1960, se les diagnosticaba autismo básicamente a los niños con grandes dificultades para el funcionamiento cotidiano y que necesitaban un mucho apoyo para manejarse. En ese sentido, yo no exhibía señales de alerta que me marcaran para una evaluación ni un diagnóstico, pero hoy en día tal vez habría sido diferente.

Aumento considerable

Los estudios demuestran que el aumento de los diagnósticos del espectro autista en personas como yo, que no presentan discapacidad intelectual —definida como un cociente intelectual inferior a 70—, ha aumentado considerablemente desde el año 2000. Si me hubieran diagnosticado de niño, probablemente habría sido por síndrome de Asperger, una etiqueta que solía asignarse a niños con dificultades sociales pero sin los retrasos en el lenguaje que se presentan en muchos casos de autismo. Pero a partir de 2013, la Asociación de Psiquiatría de Estados Unidos pasó a incluir el síndrome de Asperger en la categoría paraguas de “trastornos del espectro autista”. Y también hay pruebas y evidencias sólidas de que niños que hace un par de décadas habrían sido diagnosticados con una discapacidad intelectual o de aprendizaje, o con un trastorno emocional, hoy reciben un diagnóstico de autismo. Además, hoy los médicos también identifican el autismo a edades mucho más tempranas, incluso desde los 18 meses de vida. Y están mejorando la detección de las diferencias que se presentan las manifestaciones del autismo en las niñas, que siempre han tenido tasas de diagnóstico más bajas.

Si siguen convencidos de que la mayor conciencia social sobre el tema y los cambios en los estándares de diagnóstico no pueden explicar el aumento de casos, piensen en lo siguiente: entre 2005 y 2009, cuando los investigadores de Corea del Sur examinaron a 50.000 niños para detectar autismo —en una época en la que los diagnósticos de autismo eran poco frecuentes en ese país—, descubrieron que el 2.6% de la población cumplía los criterios para ese diagnóstico. Esa es casi exactamente la tasa de diagnóstico de autismo que encontramos actualmente en Estados Unidos, otra prueba de que la incidencia subyacente es relativamente estable y trasversal a décadas y regiones.

A medida que el autismo fue perdiendo su carga estigmatizante, también se volvió más fácil de aceptar para los padres. Desde que revelé públicamente mi diagnóstico, hace un año, muchas personas me dijeron que habían empezado a preguntarse si no deberían evaluarse. Por lo general, es una duda que les entra a los padres de hijos diagnosticados con autismo y que reconocen rasgos similares en ellos mismos.

Existe desacuerdo sobre si el diagnóstico de autismo es aplicable a personas como yo, que tienen éxito profesional y no tienen dificultades de aprendizaje. Pero incluso las personas con síntomas leves pueden pasarla mal sin la aceptación y el apoyo que implica la confirmación de un diagnóstico para afrontar sus problemas organizativos y sus dificultades sensoriales o de comunicación social. En el caso de los niños, además, un diagnóstico también puede brindarles acceso a educación especial, terapias especializadas, adaptaciones escolares y la cobertura de estos tratamientos por parte de su servicio médico.

La idea de que el autismo necesita tratamiento o cura es muy controvertida. La Red de Autodefensa del Autismo (ASAN), una organización sin fines de lucro dirigida por personas con espectro autista, emitió un comunicado en respuesta al decreto del presidente Trump, donde argumenta que el autismo no es una enfermedad, sino una parte natural de la diversidad humana, “algo con lo que nacemos y que no debe cambiarse”. Lejos de ser solo un déficit, creo que mi neurodiversidad me ha convertido en un mejor científico, porque mi pensamiento autista me lleva a buscar patrones, una habilidad crucial para la ciencia.

Otras personas, incluyendo algunos, pero no todos, los familiares de personas con necesidades de apoyo muy altas —a veces llamado “autismo profundo”—, podrían inclinarse por considerar el autismo como una condición médica que amerita la intervención farmacéutica y la investigación para su tratamiento y prevención. Aunque personalmente comparto la perspectiva de la neurodiversidad, dirijo una revista científica que publica investigaciones desde ambas perspectivas, y creo que ambos puntos de vista tienen mucho que aprender uno del otro.

Sin embargo, si hay algo que comparten ambos bandos es su rechazo a la insistente afirmación, ya científicamente desacreditada, de que el autismo es consecuencia de la vacunación.

¿Otros factores?

¿Podría haber otros factores detrás del aumento de los diagnósticos de autismo, además de una mayor concienciación sobre el tema? Sí. Las estimaciones conservadoras de estudios realizados en gemelos y en grupos de hermanos indican que los factores genéticos podrían explicar alrededor del 80% del riesgo de autismo. Eso deja margen para los factores ambientales. Hay estudios, por ejemplo, que sugieren la existencia de una relación entre el autismo y la exposición de las mujeres embarazadas al óxido nítrico, presente en la contaminación ambiental.

Pero cualquier factor ambiental que pueda contribuir al autismo deberá someterse a un análisis riguroso de toda la evidencia presentada. La mayoría de las veces, cuando los escépticos de las vacunas culpan del autismo a la vacunación, citan estudios realizados con una metodología deficiente, como hizo Kennedy durante su audiencia de confirmación como secretario de Salud. Esos estudios ignoran la existencia de numerosos ensayos controlados aleatorizados y minuciosos que demuestran lo contrario.

Algunos dicen, ¿y qué problema hay en investigar más sobre la relación de las vacunas con el autismo? Para las personas autistas con dificultades graves, cuyas familias necesitan urgentemente tratamientos para mejorar la situación de sus hijos, el dinero gastado en un camino sin salida desvía recursos de los caminos más productivos. Además, ese discurso también puede aumentar la reticencia a vacunarse y contribuir al resurgimiento de enfermedades mortales, como el brote de sarampión que hoy se propaga en Texas y sus estados vecinos.

Además, la aceptación pública de una causa errónea puede perjudicar a los pacientes y sus familias. La idea de que el autismo era causado por madres frías y distantes, una teoría predominante entre las décadas de 1950 y 1970, me dejó un trauma considerable antes de ser científicamente desacreditada.

Saber que soy parte del espectro autista ha mejorado mi vida. Ahora mis compañeros de trabajo y mis seres queridos tienen un contexto para entenderme e interactuar conmigo. Me cuesta, por ejemplo, regular mis expresiones faciales y mi tono de voz. El costoso “coaching mediático” no me ayudó: lo único que logro es que me preocupara por mis gestos, en vez de mi mensaje. Al revelar mi diagnóstico, puedo liberar mi mente de eso y así concentrarme en el significado de mis palabras.

Pero nada me ha inspirado más que la fortaleza de los padres e hijos que han tenido que luchar más que yo, en general, porque no recibieron la atención y el apoyo que merecían. El aumento de los diagnósticos también ayuda en ese sentido.

Lo que menos necesitamos es someter de nuevo a juicio a las vacunas, algo que solo confunde a la gente y donde no hay lugar para otra forma de pensar.

Por Holden Thorp

(Traducción de Jaime Arrambide)



Fuente: https://www.lanacion.com.ar/sociedad/me-diagnosticaron-autismo-a-los-53-anos-y-se-por-que-aumentan-los-casos-nid20032025/

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