―¿Y éste quién es?
―Qué buena pregunta.
Los álbumes de fotos supieron guardar grandes momentos, traer de vuelta del recuerdo a familiares que habían partido y animar tardes lluviosas donde ya no había nada para hacer. Detrás de cada foto siempre había una madre, tía o abuela que explicaba quiénes eran los que habían sido sorprendidos por la lente. Muchos eran conocidos y otros… Dios sabrá. Nunca faltaba el que comentaba: “Mirá qué joven que estaba Carlitos”. O el que comparaba innecesariamente: “Acá tenías pelo y no estabas tan arrugada”. O el que tiraba el dardo: “¿Esta no es la que te dejó en banda con el viaje ya pagado?”.
Aquellos personajes en blanco y negro, quizás en sepia, eran el retrato de una época que parecía sumamente lejana. Sin embargo, las fotos a color impresas también pasaron a mejor vida -luego de una época de esplendor, claro- y, en algún cajón, se atesoran familias en Disney en los 90, niños aprendiendo a caminar en Mar del Plata y cumpleaños multitudinarios en algún quincho. La foto no murió pero su versión impresa pasó a mejor vida y hoy, quien quiera tenerla en sus manos, sin pantalla de por medio, deberá ponerle ganas, porque las casas de fotografía desaparecieron (o dicho de otra forma, se les veló el rollo).
Hubo otros tiempos y otra historia, donde uno llevaba el rollo a revelar y tenía que volver a los dos días a buscar las fotos. Había que revisarlas en el lugar para saber si no tenían manchones, rayones de color, si la tinta no se había corrido o si había que rescatar alguna del pilón y hacerla desaparecer porque la cámara había escrachado demasiado a alguien. Sin embargo, salvo que la foto hubiera captado una situación in fraganti que pusiera en juego el futuro familiar, todas las demás iban al álbum: parientes con la boca llena de sanguchitos de miga, tías dormidas, abuelas chismoseando al fondo y pelos revueltos. Todo esto iluminado por la peor luz blanca de tubo de cocina que uno jamás imaginó.
La familia admiraba las fotos, las comentaba, se reía, opinaba sobre las vacaciones en cuestión y listo, al cajón, hasta dentro de un año, cuando lloviera, o estuvieran aburridos o alguien las encontrara y las pispeara de vuelta. Y ahí esperaban esos álbumes plásticos con páginas transparentes. Por fuera anaranjados y con el logo de Kodak, el todopoderoso dueño de la fotografía que llegó a ser la empresa más valiosa del mundo y que no quiso, no pudo o no supo aggiornarse a la era digital (y ahora anda como esos cantantes que metieron un hit hace cuarenta años viendo si alguien los contrata para un show en algún geriátrico).
Hoy la fotografía se pasó de revoluciones y las fotos están por todos lados. Aunque uno las borre ellas reviven: el celular las rescata de la galería de Facebook, de un servidor de Apple o de la nube de Google y las manda a la pantalla de inicio. Y ahí uno ve lo que creía que ya había borrado: la exnovia que pasó a la historia hace diez años, el perrito que uno tanto extraña, la Navidad que casi termina a los sillazos por el terreno de la abuela y esa pinchadura de neumático a la altura de Atalaya. Fotos bien sacadas, con filtros, todos bien peinados y en pose. Y también de las otras, de esas sacadas impulsivamente, porque aunque uno no las haya subido a las redes no quiere decir que no haya retratado a la tía con el sanguchito a medio comer. Sin embargo, a diferencia del álbum guardado -que uno puede tirar a la basura y listo― el teléfono no entiende que uno no la quiere ver y, aunque uno la elimine, insiste en tener un backup, un resguardo o, mejor dicho, unas ganas bárbaras de molestar.