MADRID.- “¿Alguien sabe cómo puedo llegar hasta Leganés?”, pregunta, a los gritos, una pasajera a bordo del colectivo 50. Le queda todavía un largo viaje hasta esa localidad de las afueras de Madrid. Desde la otra punta, Sara Rubio se levanta de su asiento y le responde: “Tienes que bajarte al final del recorrido, caminar unas cuadras hasta la glorieta y preguntar allí”. Esta madrileña (58) cuenta a LA NACION que, pese al apagón, está tranquila. “A la gente le quitas el metro y no sabe cómo moverse en autobuses. Si no tienes Internet estás jodido”, comenta Sara. “Yo estoy de las que se lo toman con calma, pero mira lo que es esto”, agrega.
Sara señala otra parada de colectivos, cuya fila da vuelta la esquina. De fondo, un supermercado cerrado, como casi todos los negocios frente a la estación de Tirso de Molina. Tras el apagón, el centro de Madrid era una sombra de lo que suele ser en una tarde de primavera: un hormiguero de gente ansiosa por volver a casa, bajo una escenografía gris marcada por las persianas bajas.
Había pocas sonrisas. La mayoría caminaba pendiente del celular, esperando que una señal de conexión les devolviera algo de tranquilidad. Quienes lograban comunicarse llamaban por teléfono para informar a sus familiares dónde se encontraban. Las sirenas de la policía, las ambulancias y los bomberos, que intentaban ordenar el caótico tránsito, no ayudaban a calmar la angustia. Tampoco lo hacían los bocinazos de los autos, poco habituales en esta ciudad.
Rachid Bel-Lahcen, empleado de un negocio de ropa, es uno de los pocos que no está exaltado en la cola del 23, un colectivo que conecta con el sur de Madrid. Hay empujones, gritos y peleas por los últimos lugares. “Yo estaba dispuesto a caminar dos horas hasta la casa de mi hermana, así que no me importa esperar el próximo”, dice. “Había compañeros de trabajo muy preocupados: tenían miedo de que fuera un ataque cibernético o terrorista, ese recuerdo siempre lo tenemos. Por suerte me han dicho que no es nada de eso. ¿Sabes qué ha pasado?”, pregunta.
Iván Álvarez, argentino, es dueño de La Gatoteca, un pet-shop. Está preocupado por los 14 gatos en tránsito, que cuida a la espera de que sean adoptados. “Necesitamos que vuelva el aire acondicionado, porque adentro hace calor”, implora. “Alguna gente está preocupada y es lógico, pero no veo un pánico generalizado”, agrega. Una empleada interrumpe la entrevista para agregar, entre risas: “Yo me preocuparía cuando se acabe el hielo en los bares”.
Los únicos supervivientes del caos fueron los bares madrileños, el plan ideal para los más relajados, que prefirieron tomarse una caña antes de preocuparse por cómo volver a sus casas. Una turista, que prefiere no hablar, lee un libro al sol sentada en la terraza de un bar sobre la Plaza Santa Cruz. El resto de las mesas también están ocupadas, tanto afuera como adentro del local, que está en penumbras.
“¿Qué pasó este mediodía desde que se cortó la luz?”, preguntó LA NACION. “Sólo tienes que ver esto”, dice con una sonrisa Nancy Tacuri, la dueña de Corner Café. Y señala con su dedo índice una mesa repleta de vasos de cerveza que aún están sin lavar. “Las tiendas han ido cerrando, algunos bares alrededor también entonces la gente ha venido para aquí. Algunos venían asustados y con hambre. Estamos a tope, saturados de trabajo”.
Algunos disfrutan de una caña al sol, pero la gran mayoría comenzó su peregrinaje hasta sus casas. Madrid Río, el paseo que bordea el río Manzanares, está repleto de oficinistas, bicicletas y patines, que buscan una alternativa para la falta del subte. El auto tampoco era una opción: la Dirección General de Tráfico recomendó poco después del apagón evitar su uso, ante la ausencia de semáforos y el cierre de algunas autopistas.
María Eugenia y Macarena, dos hermanas uruguayas, cargan dos valijas grandes en Puerta del Sol. Le preguntan a un policía cómo pueden llegar hasta el aeropuerto de Barajas, sin metro, con el tránsito colapsado, con escasez de taxis y sin Internet. “Lo que más lamento es que no pudimos comprar en Zara porque había cerrado”, dice Macarena y se ríen. Les quedan dos kilómetros de caminata con las valijas hasta tomar un colectivo. “Nuestro vuelo sale a la noche. Yo creo que para esa hora debería estar todo normalizado, ¿no?”.