El Procurador General de la Nación, Eduardo Casal, ha decidido apelar la absolución del médico psiquiatra que atendía a Rodrigo Roza, mi hermano, diagnosticado con esquizofrenia paranoide. En septiembre de 2020, Rodrigo atravesaba una profunda descompensación. Había abandonado su medicación, su familia -nosotros- no podía ubicarlo, y su médico tratante había sido informado de esa situación. Días después, ocurrió lo impensable: Rodrigo atacó al inspector Juan Pablo Roldán, quien murió por las heridas recibidas. Rodrigo falleció al día siguiente.
Es un hecho muy doloroso por donde se lo mire. La pérdida de vidas humanas en este contexto es una herida difícil de cicatrizar, y que nos obliga a mirar más allá de las responsabilidades individuales. La apelación del Procurador Casal no debe leerse como un gesto punitivo aislado, sino como una señal de alarma institucional: el sistema falló. Y entre los factores que explican esa falla, uno se destaca con nitidez: la actual Ley de Salud Mental Nº 26.657.
Una ley necesaria, pero hoy insuficientePromulgada en 2010, esta ley representó un hito en el enfoque de los derechos humanos en salud mental. Su espíritu de desmanicomialización, de integración comunitaria y de respeto a la voluntad del paciente fue una conquista en su tiempo. Pero el problema no es su intención, sino su ejecución en un contexto que no brinda herramientas para cumplir con su letra. A 15 años de su sanción, los déficits de implementación y sus propias rigideces normativas han generado consecuencias imprevistas y, en algunos casos, irreparables.
La ley, con un espíritu profundamente humanista, busca proteger la dignidad de las personas que padecen sufrimiento psíquico. Pero su aplicación concreta ha generado en muchos casos el efecto contrario: impide actuar a tiempo. Establece tantos filtros para una internación involuntaria que, cuando la urgencia se presenta, los médicos no actúan por temor, desconocimiento o falta de instrumentos claros. Y las familias quedan solas, desbordadas, impotentes. La ley modifica de tal forma las estructuras de la salud mental que parece que hubiera sido redactada en un cantón suizo y no para un país como la Argentina.
La ley establece que la internación involuntaria es una “medida de carácter restrictivo”, de “última instancia” y sujeta a criterios múltiples: que haya riesgo inminente para sí o para terceros, que el abordaje ambulatorio no sea posible, y que lo dictamine un equipo interdisciplinario. Esa acumulación de condiciones ha terminado por paralizar a los propios profesionales, que muchas veces no saben cómo actuar o sienten que no pueden hacerlo legalmente. Así, los médicos prefieren evitar la intervención ante crisis graves por temor a verse comprometidos legal o éticamente. Y las familias quedan solas frente a una urgencia que las desborda.
En su apelación, el doctor Casal sostiene que hubo omisión profesional ante una situación de riesgo evidente. No se trataba de un seguimiento ambulatorio habitual, sino de una emergencia que exigía intervenir con la máxima responsabilidad. Rodrigo, en su estado, representaba un peligro para sí mismo y -como se comprobó- para terceros. Su médico debía haber iniciado el proceso formal para una internación urgente, incluso sin su consentimiento, como contempla la propia ley. No lo hizo.
Este caso es trágico, no solo por sus consecuencias irreparables, sino porque refleja una tensión no resuelta entre derechos y deberes. El derecho del paciente a no ser internado forzosamente no puede estar por encima del deber del Estado -y sus agentes- de proteger su integridad y la de los demás. Y cuando esa tensión se resuelve en la pasividad, el resultado puede ser devastador.
Las víctimas del sistemaEn este caso, Rodrigo era una persona con una enfermedad crónica grave. Su cuadro, como en tantos otros, era cíclico: tenía períodos de estabilidad, seguidos por episodios de descompensación severa. En los días previos al hecho, su situación había llegado a un punto crítico: abandonó la medicación, tenía comportamientos místicos e incoherentes, y no podíamos ubicarlo. El psiquiatra que lo atendía conocía esta información. Sabía del riesgo. Sin embargo, no se emitió un certificado de riesgo ni se activó el protocolo de internación que la ley prevé para esos casos. Tampoco se nos instruyó como familia sobre cómo hacerlo. Esa omisión, a juicio del Procurador Casal, constituye un incumplimiento grave del deber profesional.
Esta no es una excepción. Es un patrón. La ley desincentiva la intervención médica, no ofrece protocolos operativos claros, y coloca al médico en una encrucijada entre el respeto a la autonomía del paciente y la responsabilidad de proteger su vida y la de otros. Mientras tanto, la red de atención comunitaria -que debía sustituir a los hospitales monovalentes- brilla por su ausencia.
Las estadísticas también lo muestran. Desde la sanción de la ley, los internados en hospitales psiquiátricos se redujeron, pero sin una red efectiva de servicios intermedios que los contenga. Aumentaron los pacientes con padecimientos mentales graves en situación de calle. Y muchos ingresan al sistema por la única puerta que queda abierta: la judicialización o el encierro carcelario.
El silencio y la impotencia como políticaLa salud mental no es prioridad en la agenda pública. El presupuesto es insuficiente, las residencias en psiquiatría están en crisis y muchos hospitales no cuentan con los equipos interdisciplinarios que la ley exige para intervenir. Se pretende una política del siglo XXI con estructuras del siglo XX. Y mientras tanto, las víctimas no son solo los pacientes: también son sus familias, los profesionales, y en casos extremos -como el de Juan Pablo Roldán y mi hermano- la sociedad entera.
El caso de mi hermano y del inspector Roldán refleja lo que ocurre cuando el sistema no está preparado para actuar con rapidez, claridad y responsabilidad. El Estado, al no brindar herramientas concretas para aplicar su propia normativa, termina empujando a los actores involucrados al borde de la omisión. Y cuando esa omisión se vuelve fatal, ya es tarde.
Una oportunidad para corregir el rumboLa apelación del Procurador General interpela al Poder Judicial, pero también interpela al Congreso. Reformar la Ley de Salud Mental no es retroceder. Es actualizarla a la realidad, dotarla de herramientas aplicables y proteger realmente los derechos que dice defender. Debemos facilitar procedimientos de internación en casos de riesgo inminente, sin trabas burocráticas. Garantizar que haya equipos disponibles, no solo en el papel. Y ofrecer a las familias y a los profesionales un respaldo legal claro, sin zonas grises. Es imprescindible que el psiquiatra a cargo pueda actuar con respaldo normativo ante una urgencia, y que la internación involuntaria no sea vista como una violación de derechos, sino como una medida de cuidado, cuando todo lo demás ha fallado.
Este caso no busca venganza ni culpables para aliviar el dolor. Pero sí exige que aprendamos. Porque la salud mental es un derecho, pero también es una responsabilidad. Y cuando el Estado se desentiende de esa responsabilidad, las consecuencias pueden ser irreversibles.
Ojalá esta apelación sirva, al menos, para abrir un debate sincero. Para que ninguna familia vuelva a enfrentarse al vacío. Para que ningún profesional tenga que elegir entre intervenir o exponerse. Para que ninguna vida se pierda por falta de decisión. Porque la salud mental, si no se cuida con coraje y realismo, también puede convertirse en una tragedia silenciosa.