El hincha de River festejó el gol de Kennedy que le dio al Fluminense la Copa Libertadores en 2023. Al año siguiente, el de Boca se divirtió con la chilena de Fernando Martínez y los penales que clasificaron a Temperley en la Copa Argentina. En este 2025, el de River se rio cuando Alianza Lima dio el golpe en la Bombonera. El de Boca apretó el puño, más allá de que quizás no sabía cómo se llamaba la Copa que ganó Talleres. El de River preparó la artillería cuando Auckland City consiguió un empate histórico. El de Boca se liberó cuando Alessandro Bastoni definió la clasificación del Inter. El hincha se constituye entre lo propio y lo ajeno. No es nuevo celebrar las desgracias de los clásicos rivales. Sucede que, en estos tiempos, para los dos más grandes parecen ser los únicos motivos de festejo.
En Boca, todo lo que podría salir bien últimamente sale mal. La recuperación de la identificación de los hinchas pasó a ser, empate del voluntarioso Auckland mediante, una nueva desilusión. De la revolución popular al “movete”. Apenas un triunfo en ese partido hubiese generado un regreso alegre; ni eso. El viaje a Estados Unidos postergó la renovación. Ahora varios jugadores se irán con el ciclo cumplido. Pero tal vez no sea el principal problema; en definitiva, Frank Fabra, Marcos Rojo y Sergio Romero llevan nueve, cuatro y tres años, lapsos de permanencia que suenan utópicos en una institución que es una montaña rusa. El tema principal es por qué les cuesta demostrar a varios de los últimos en llegar. El tumultuoso club no hace latir sino temblar.
River tiene un déficit claro de armado de plantel: el mejor momento de la mayoría de sus jugadores ya pasó. Un equipo con un promedio de edad superior a los 30 años no puede ser la búsqueda. Contra el Inter, salieron treintañeros y entraron otros; no apuntalan al resto como la excepción, son la norma. Nadie podría decir que, en un grupo que también integraban Urawa Red Diamonds y Monterrey, River haya perdido la chance de clasificación contra el subcampeón de la Champions. Pero ese día quedó expuesta la disyuntiva de Marcelo Gallardo. Días atrás, al técnico le recordaron que Estudiantes le había peleado nada menos que al Barcelona: “Otra cultura”, definió al estilo de juego pincha. Sobrevolaba también que Boca había jugado a defenderse frente al Bayern. La identidad riverplatense pareció en juego. Así fue como Gallardo planeó un partido de igual a igual contra los italianos, un trámite de mucho desgaste que naturalmente su River no pudo soportar.
Los dos tienen planteles amplios en número y reducidos en funcionalidad. Ambos técnicos miran hacia el banco para realizar modificaciones en plenos partidos y no encuentran muchas soluciones. No era necesario el Mundial de Clubes para saberlo. Como tampoco para ratificar la distancia con los europeos poderosos.
Quizás Porto o Borussia Dortmund no hubiesen ejercido la superioridad del Bayern y del Inter. Son de otro nivel. La primera razón ya se sabe: compran a los mejores. La economía juega. Es tan obvio que da ganas de borrarlo. Pero hay condicionantes futbolísticas; el primero, la diferencia física. Tienen una condición atlética que les asegura correr más tiempo a mayor intensidad. Pero si se afina la mirada, la clave está en la pelota. La mueven más rápido. Lo logran básicamente porque tienen mejor técnica. En la enseñanza apuntaron a los fundamentos del juego. Un central italiano sale jugando, un volante alemán no falla un cambio de frente, un delantero controla distinto. Ahorran tiempos, resuelven apremiados, saben lo que tienen que hacer.
Si la élite europea queda lejos, el objetivo tendría que ser Brasil. Sucede como entre las selecciones, pero al revés. La debacle del último lustro de la verdeamarelha contrasta con la opulencia de sus clubes. La potencia de la selección argentina no condice con la mediocridad de los equipos. Es lógico. A nuestra selección le convino que los jugadores terminaran de formarse en el exterior. Cualquier profesional evoluciona si lo ayuda el contexto. El Brasileirao, con por lo menos diez equipos fuertes, eleva la vara. El torneo argentino es competitivo, pero más por la fibra característica del futbolista (y sus mañas) para lograr que los que más tienen menos se impongan. La cantidad de equipos iguala para abajo y genera premios pobres. El cheque que mostraban los jugadores del Platense campeón (500 mil dólares contra, por ejemplo, los más de 13 millones que se lleva el que gana la final de la Copa Brasil) no debería estar en la publicidad del torneo.
Desplegadas las razones, también es cierto que Boca y River tienen presupuestos muy por encima de la media de los otros veintiocho clubes, no dependen de sus mismos recursos y contratan por valores altos. Y que el torneo engendró a Racing que, aunque a nivel de Copa Sudamericana, supo competir a nivel internacional en el último año. Los grandes tienen falencias propias que las luces del Mundial de Clubes se encargaron de exponer. Gastan sin resultados, buscan identidades, pierden tiempo. Se alivian por el otro, apenas un consuelo pasajero. Aun en la era del meme, se supone que siempre va a ser más grata la victoria propia que medir si la caída del rival es un papelón.