Algo se está rompiendo. De a poco. De a partes.
Hace un tiempo en el trabajo nos pusimos a debatir sobre David Bowie. No se trató de una cuestión de calidad, de cómo cantaba, de cómo actuaba, en realidad fue por él, pero bien podría haber sido por otro, no cualquiera, pero sí, quizás, Ante Garmaz, Paloma San Basilio o Alberto Migré. Debatíamos porque se habían formado dos grupos: quienes lo conocíamos y quienes no; y quienes no lo conocían argumentaban que se trataba de una cuestión etaria. Tengo 23 años, tengo 25, nací en el 2000, soy muy chica para saber quién es –decían– cuando del otro lado yo pensaba que si lo conocía a él, y a todos los demás que para mí son como él, es justamente porque fui chica.
Y un día, luego de una cena, me mandaron a jugar al cuarto con mis primos, diez años más grandes que yo, y ellos estaban mirando Laberinto y yo me quedé así, igual, de piernas cruzadas sobre el piso, mientras Bowie –las calzas ajustadas, el maquillaje en los ojos– movía en la pantalla con las manos unas esferas de vidrio de una forma en que nunca había visto. Yo fui chica y en el auto, los domingos, cuando íbamos a La coqueta, la quinta que mis abuelos habían comprado en Glew, para almorzar allí con ellos, con mis tíos, con quienes se sumaran, mi madre prendía el pasacasete y ponía la música que le gustaba a ella: era media hora entera de La joven guardia, “ella es la reina de la canción, siempre bailando sobre una ilusión”; Pedro y Pablo, “bronca porque se ha prohibido todo, hasta lo que haré de cualquier modo”; María Marta Serra Lima, “ay, amor, si yo pudiera abrazarte ahora”; y Los gatos, “y cuando mi balsa esté lista partiré hacia la locura”. Yo fui chica y por las noches, si me quedaba a dormir en la casa de mi abuela materna, escuchaba junto a ella, en voz bajita porque ponía la radio debajo de su almohada para que no sonara tanto, el programa La venganza será terrible, de Alejandro Dolina. Yo fui chica y también los sábados, cuando los canales de televisión eran solo cinco, veía junto a mis padres, si me lo permitían, la película que pasaban en Función privada, el show conducido por Carlos Morelli y Rómulo Berruti en ATC. Yo cuando fui chica pude poco, tuve que entretenerme con lo ajeno y en eso, sin saberlo, pude bastante. Pude leer Mafalda cuando el resto la terminaba; pude almorzar junto a las telenovelas de Grecia Colmenares o Verónica Castro, pude hojear las fotos de la revista National Geographic, pude entender que los Beatles habían marcado el inicio de algo. Yo de chica fui además la hermana más chica por lo que siempre, en casi todo, fui después, un poco por orden lógico y otro poco por poder: mi hermano se imponía a la hora de usar el minicomponente, la televisión, y entonces Nirvana, Guns N’ Roses, AC/DC, MTV todo el día y Ale Lacroix y Ruth Infarinato.
Hoy la mayoría de los chicos puede tanto. Es envidiable: tienen celulares, tablets, auriculares, perfil en las plataformas de streaming. si viajan a la costa en auto, pueden decidir qué mirar, qué escuchar. No están obligados a compartir los gustos. No quedaron bajo la tiranía adulta del hacemos esto “porque lo digo yo y punto”. Qué suerte, pero qué peligro. Nunca es bueno tener siempre el control. creo que por eso no conocen a David Bowie. No tuvieron ocho años y los mandaron al cuarto del fondo sin chistar a entretenerse con lo mismo que se estaban entreteniendo los de diecisiete. Por eso tampoco yo sé ahora lo que es Tiny Desk o Charlie Puth o Mamamoo o Emma Chamberlain, porque no estuve obligada. Porque ya no se comparte así.
Algo se está rompiendo. De a poco. De a partes. Es el todo que juntaba cada una de las partes, el espacio que unía los nosotros, los ellos, los aquellos. Como un gran témpano. Pronto se va a escuchar el crac.