En algunos casos en que debió resolver planteos de inconstitucionalidad de alguna ley, el sabio exjuez de la Corte Suprema de los Estados Unidos Antonin Scalia llamó “putsch judicial” a la idea de que “nueve abogados, todos egresados de Harvard o de Yale, que nadie ha votado y que no son políticamente responsables por lo que resuelven” se arroguen facultades que corresponden a las legislaturas de cada estado. Él pensaba que cuando no existía una clara disposición constitucional en algún sentido, o una indudable tradición jurídica, había que permitir que los representantes elegidos por el voto popular finalizaran la discusión política y la resolvieran democráticamente. ¿Pero qué pasa cuando los políticos no hacen lo suyo?
Hace casi un año, en este mismo espacio, señalamos la anomalía institucional de que permanecieran en el Poder Judicial de la Nación, como aún ocurre, los tribunales nacionales llamados “ordinarios”, que son los que existen en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y que pertenecen al Poder Judicial de la Nación, pero que, salvo respecto de unas pocas cuestiones, no tienen competencia en una materia federal, sino que resuelven asuntos regidos por el derecho común. Es el caso de los civiles, los laborales y los comerciales. Entre otras razones, señalamos que una provincia paga con sus impuestos nacionales el servicio de justicia que utiliza un porteño cuando, por ejemplo, se divorcia o quiere desalojar un inmueble.
Desde entonces se sucedieron hechos que no hicieron sino agravar la situación de esa deuda constitucional. Cuando terminaba 2024, la Corte Suprema de Justicia de la Nación resolvió en el caso Levinas que, en los asuntos que tramitan ante los tribunales ordinarios, es el Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (TSJ) el que debe considerarse “superior tribunal de la causa”, por el que entonces deben pasar antes de que puedan llegar a la Corte nacional por la vía del recurso extraordinario federal. Equiparó así al TSJ a los tribunales superiores de las provincias, atribuyéndole una función que no sale de la ley de ninguna de las jurisdicciones involucradas, y lo hizo al resolver una cuestión de competencia que se había planteado en un asunto civil entre dos particulares.
Con razón, la Corte reprochó a las autoridades legislativas no haber cumplido, 30 años después de la reforma constitucional, la obligación de implementar el traspaso de la Justicia ordinaria a la ciudad, que, según el texto de la Constitución, tiene facultades propias de jurisdicción. También reconoció que implementar el traspaso excedía sus “posibilidades materiales”, pero la mayoría de los jueces consideraron que sí le correspondía “adecuar su actuación”. Intentó así el tribunal remediar la inacción legislativa con una atribución de competencia que, de hecho, modifica la organización judicial del país. Lo hizo, cabe aclarar, sin declarar inconstitucional la norma vigente conocida como “ley Cafiero”, que estableció que la Justicia de la ciudad solamente sería competente en materias de vecindad, contravencional y de faltas, contencioso-administrativas y tributarias de naturaleza local, y sin que los Estados nacional y porteño hubieran participado del pleito cuya resolución modificó de hecho su organización y su funcionamiento.
Tiene razón la Corte Suprema cuando reprocha la inacción de los cuerpos políticos
La posición del máximo tribunal en cuanto a considerar que las facultades de jurisdicción de la ciudad son plenas, propias y totales, es decir, que no dependen de una delegación que pueda hacer el Estado nacional cuando y en la medida en que lo quiera decidir, resuelve acertadamente un punto que motivó discrepancias durante los debates de la asamblea reformadora de 1994, pero que también se había reflejado en fallos anteriores sobre la cuestión que dictó la propia Corte. Antes había exhortado a la política a ocuparse del tema. Ahora decidió zanjar la cuestión con un fallo que, en cuanto tiene de positivo, pone fin a esas controversias y “empuja” a los poderes políticos a ocuparse del tema.
Lamentablemente, ese empujón vino acompañado de hechos tan inéditos como graves. Eduardo Casal, procurador general de la Nación, pidió a la Corte postergar la vigencia de la doctrina Levinas, porque, si el TSJ debe revisar casos tramitados ante tribunales nacionales, los fiscales de la Justicia porteña pueden no compartir la posición de sus pares nacionales, y eso haría perder la unidad de actuación del Ministerio Público, por ejemplo en materia de acusación penal. Por su parte, en un precipitado e inconcebible “alzamiento judicial”, los presidentes de las cámaras de apelaciones de los tribunales ordinarios del Poder Judicial de la Nación (cuya cabeza es, obviamente, la Corte) manifestaron un insólito “rechazo” a lo resuelto en Levinas, en línea con la cerril oposición de tipo gremial que esos jueces vienen manifestando a ser transferidos a la Justicia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Si, por un lado, los fundamentos que esos jueces dan para oponerse al traspaso no han convencido a los constitucionalistas, las consecuencias prácticas de lo resuelto ahora por la Corte no serán menores y estarán llenas de complicaciones y disputas entre litigantes y, lo peor, entre jueces. Entre otras, puede mencionarse la rareza –cuando menos–de que un tribunal ahora considerado “provincial” (el TSJ) revisará la constitucionalidad de sentencias de jueces que integran otro Poder Judicial, el de la Nación, sobre los que no tienen facultades disciplinarias, y aplicará normas de procedimiento distintas de las que regían en esas causas. Si el TSJ entendiera que lo que tiene en sus manos es el recurso de inconstitucionalidad establecido por las normas de la ciudad que aplica, y no el que regula el Código Procesal de la Nación, podría encontrar que una decisión infringe la Constitución porteña, que no puede dejar de aplicar, aunque no contradiga a la Constitución nacional.
Tiene razón la Corte cuando reprocha la inacción de los cuerpos políticos, pero su decisión causó un verdadero estropicio institucional con ribetes de escándalo. Sorprende el espectáculo de jueces que, no ya como integrantes de una asociación gremial, sino en ejercicio de sus funciones, se creen con derecho a manifestar “rechazo” a una doctrina de la Corte que están obligados a aceptar a menos que expresen nuevos fundamentos para apartarse de ella en casos concretos, y el de un Ministerio Público que señala los inconvenientes prácticos de su cumplimiento. La Corte parece no haber previsto todos los problemas que pueden sobrevenir.
Las soluciones heterodoxas y los “manotazos” institucionales como el que ha dado la Corte difícilmente sirvan como estímulo para que los legisladores tomen cartas en el asunto prontamente, menos para que lo hagan de una manera reflexiva, ordenada y eficiente. Las pruebas ya son evidentes.
No debe perderse de vista que mientras las altas esferas del poder desatienden una obligación constitucional o si se ocupan del asunto es para confrontar con teorías constitucionales o posturas gremiales, los ciudadanos que esperan la solución a un conflicto tramitado en los tribunales ordinarios la verán demorada irrazonablemente. Una vez más, falta en el Gobierno y en la gestión de los poderes judiciales la perspectiva del ciudadano que se ve obligado a recurrir a ellos y sostiene con los impuestos su funcionamiento. Tal vez sirva como prueba de esa tendencia endogámica que el propio caso Levinas, una simple disputa civil sobre rendición de cuentas sin mayor complejidad jurídica, lleva una década de trámite, cierto que por innumerables incidencias plantadas por las partes, pero también porque la Corte demoró casi cuatro años en resolver el conflicto de competencia. Paradójicamente, y luego de haber “avanzado” hasta alcanzar el más alto nivel de la pirámide judicial, ese pleito está mucho más lejos de ser resuelto que cuando se dictó la sentencia sobre el fondo del asunto. Lo mismo ocurrirá con miles de otros casos, en cada uno de los cuales, cabe recordar, se debe resolver un conflicto humano.
El pronóstico sobre este asunto eminentemente político es incierto, y al respecto no cabe prescindir de consideraciones también políticas: el fallo Levinas fue dictado por una mayoría de tres jueces sobre cuatro que integraban entonces la Corte, con la sólida disidencia del juez Rosenkrantz. Esa mayoría, luego de la jubilación del juez Maqueda, ya no existe. De modo que, en 2025, la Corte ya no será la misma, ya sea que pueda completarse el trabajoso y polémico proceso de cobertura de las dos vacantes que hay, sea que el tribunal deba integrarse por conjueces que, si hiciera falta algo más para contribuir a la estupefacción, deberán ser seleccionados entre los mismos presidentes de las cámaras nacionales que han liderado la rebelión.
Es de esperar que tanto entre jueces como entre legisladores primen la sensatez y el diálogo, para ordenar lo que fue confusamente diseñado, negligentemente postergado y que en ningún caso parece posible arreglar de verdad mediante una sentencia.