¿Qué figura traería al presente, en la ilusión de cualquier melómano, la idea de un film que ubicara su relato en un instituto de señoritas a finales del siglo XVIII en la ciudad de Venecia? ¿A qué capítulo de la historia se remontaría la imaginación si esas señoritas huérfanas –las protagonistas– fueran además unas consumadas músicas? A La Pietà, sin dudas. A la “chiesa musicale” del “prete rosso”, el hijo pródigo de la Serenissima Reppublica di Venezia, Antonio Vivaldi.
Una particularidad de la vida musical del Settecento fue la excelencia de los conciertos en los hospicios venecianos. Existían cuatro establecimientos para huérfanos, enfermos y mendigos. En uno de ellos –La Pietà, un orfanato destinado a niñas exclusivamente–, el encargado de la orquesta, las composiciones, la selección de los instrumentos y la organización de esos conciertos famosos fue durante cuatro décadas, Antonio Vivaldi, el sacerdote pelirrojo, extraordinario virtuoso del violín. Cuentan que desde el instante en que las recién nacidas ingresaban al convento, luego de haber sido depositadas del lado exterior del muro claustral, en un receptáculo de donde eran recogidas por las nodrizas, sus oídos se adentraban en ese universo sonoro como las góndolas en la noche por los oscuros canales. A medida que crecían, si contaban con talento para la música, podían ejecutar instrumentos y tocar en los conciertos hasta que se convertían en maestras de las principiantes. Si tenían buena voz, podían integrar el coro o cantar las partes solistas sin dar a conocer sus nombres ya que las audiciones transcurrían en un estricto anonimato, detrás de una red metálica que, a la vez que creaba unos efectos tímbricos deslumbrantes, impedía cualquier identificación individual.
Un escritor inglés llamado Edward Wright volcó las impresiones de sus viajes por Italia en un libro del año 1730 en el que resumió la experiencia como exótica y fascinante. “Las criaturas depositadas en La Pietà por lo general son bastardas. Dicen que a veces el número asciende a seiscientas y que antes de fundarse la institución de caridad, eran arrojadas a los canales. Los domingos y feriados ofrecen una sesión de música de notable calidad en la capilla. Las confinadas tocan el órgano y otros instrumentos. También se encuentran unas voces excelentes, dispuestas todas en una galería superior, ocultas a la vista del público mediante un reticulado de hierro –anotó Wright–. ¡Algo de muy atractivo en el hecho de ocultarlo a la vista!”
Y en esa suerte de conservatorio mágico, considerado uno de los atractivos más sublimes y cultos de la época en todo el continente, Vivaldi estrenó decenas de piezas sacras. Misas, oratorios, cantatas y motetes, además de los inolvidables conciertos en cuyos programas, al igual que de las intérpretes, ni siquiera figuraba su nombre. El tiempo se encargó de remediar esa falta y tras las más de dos centurias de olvido en que cayó su obra, ocupó finalmente su lugar en la historia con un arte asociado como pocos al nombre exclusivo de una sola ciudad: Venecia.
Días atrás fui invitada a la proyección del film Gloria!, opera prima de la directora Margherita Vicario que se estrenará en Cinépolis Recoleta durante la Semana de Cine Italiano, que comenzó ayer y continúa hasta el 16 de abril. Gloria! narra la historia ficticia de Teresa, una muchacha que comparte el destino de otras jóvenes huérfanas que, como ella encuentran en la música la razón de su existencia, detrás de los muros de un instituto de señoritas a finales del siglo XVIII.
De modo que, hablando de orfanatos venecianos, resulte inevitable la asociación con La Pietà y el autor de Las cuatro estaciones, una joya del Barroco esos solos conciertos que le hubieran valido la inmortalidad a Vivaldi. Y aunque resuene su música, no se trata de un film sobre el compositor. Y acaso mejor que así sea. Mejor la imagen justa del genio inspirado con una vida devota y serena.