La lluvia estaba anunciada. Una lluvia fuerte con “abundante caída de agua en cortos períodos de tiempo”, como solemos escuchar de los expertos en meteorología de los noticieros. Cuando abro la puerta del frente de casa escucho como el agua cae por el bajante que viene del techo y escupe un chorro furioso en la rejilla del jardín. Uno podría apoyar la oreja contra el tubo de zinc y calcular el caudal casi como lo hace un médico auscultando a un paciente, y diagnosticar: tormentón. Me abstengo de hacerlo, pero ya me doy cuenta de que es un día que requerirá de paraguas, abrigo y agilidad para detectar y sortear las traicioneras baldosas sueltas.
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De chica solía esperar con ansias las lluvias. Me calzaba unas Pampero amarillas (no había complicados cordones por atar) y salía a saltar en cada charco que encontraba. Los buscaba por el barrio y hacía flotar barquitos de papel, armaba puentes con palitos y piedras y volvía a casa empapada y a nadie le parecía demasiado grave. Nada que una muda de ropa seca y una taza de chocolatada caliente no solucionase.
¿En qué momento de la adultez el agua de lluvia se volvió peor que la mancha venenosa? Entre el temor a la baldosa floja, la batalla con otros peatones por el lado interior de la vereda, los paraguas enganchados y los saltitos en las bocacalles para no tocar el agua con las zapatillas nuevas, cualquiera supondría que no se trata de lluvia, sino de ácido.
Dicen que París duerme bajo la mirada atenta de bestias de piedra. Que en las noches de lluvia, las gárgolas de Notre Dame no solo escupen agua, sino también siglos de historias. Si bien nacieron con fines bien prácticos y mundanos, evacuar el agua de los techos y así proteger las paredes de edificios y catedrales del desgaste, los canteros y artistas medievales no se conformaron con construir simples desagües como esos que bajan del techo de mi casa.
Muy por el contrario, los convirtieron en criaturas fantásticas como perros alados, dragones, demonios, bestias con colmillos, cuernos y ojos desorbitados. Otras veces han asumido la apariencia de figuras más humanas como monjes, campesinos caricaturescos, bufones y acróbatas. Tampoco faltaron sirenas y harpías. Más que arquitectos, parecen haber sido construidas por fabuladores.
“Intencionadamente grotescas”, se lee en las explicaciones académicas. Se cree que muchas de las misteriosas criaturas de piedra son una representación del mal, y su apariencia monstruosa y temible (a los ojos de unas masas poco versadas) no solo serviría en su momento para alejar las fuerzas negativas, sino también como recordatorio para los fieles acerca de los peligros del pecado, el caos y el infierno. ¿Quién se atrevería a la menor transgresión con un enorme monstruo de piedra marcando sus pasos desde lo más alto de una catedral o escupiendo agua a borbotones en una noche con truenos y relámpagos? Pedagogía visual.
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Pero no todas las criaturas que nos observan desde las alturas son gárgolas. Muchas son en realidad quimeras decorativas sin ninguna función hidráulica. Una de las figuras más emblemáticas y famosas de Notre Dame no es una gárgola. Se trata de Le Stryge, una escultura grotesca que representa a una criatura que podría ser algo entre un vampiro y un demonio. Sentado sobre lo más alto de la torre norte, con su rostro apoyado sobre las manos y sacando apenas la lengua, tiene la mirada perdida en París y un aire melancólico más que amenazante. El demonio decorativo fue creado por el arquitecto Eugène Emmanuel Viollet-le-Duc, quien fue responsable de la restauración de la catedral durante el siglo XIX.
El fotógrafo Pierre Petit capturó una imagen de la criatura de perfil: una figura solitaria, mirando la ciudad desde la cima de la catedral, mientras el Sena se enrosca allá abajo como una serpiente dócil. La criatura parece pensar. No sabemos en qué. Esa imagen, tomada en 1853, fue una de las primeras en convertir a una gárgola en protagonista de una foto. Tendrían su lugar en la literatura de Victor Hugo, por supuesto, en la novela Nuestra Señora de París que cuenta la historia de Quasimodo, el campanero jorobado de la catedral. De ahí en más, esas bestias mudas (bueno, al menos hasta que Disney les dio vida y las hizo hablar en El jorobado de Notre Dame) se volvieron íconos culturales, estampados en postales, libros góticos, tazas de museo y tatuajes melancólicos.
Después del incendio que azotó Notre Dame en 2019, no pocas miradas se volvieron hacia ellas. Aunque muchas gárgolas y quimeras se perdieron en el fuego, otras siguieron en pie y se convirtieron en símbolo de resiliencia y una marca registrada del lugar.
Mientras cierro la puerta entrando de regreso a casa, escucho que apenas cae un hilo de agua por el desagüe y veo el chorrito débil que desaparece dentro de la rejilla. Miro hacia arriba y compruebo que mi techo de tejas ha sobrevivido a la tormenta y yo también. Es una noche quieta y mientras el barrio duerme bajo luces LED yo sigo pensando en las gárgolas, las que escupen lluvia, las que resisten, las que todavía están ahí.