Los pueblos chicos del interior del país -y quien provenga de un sitio así lo sabe- son una cantera inagotable de historias que aparecen como brotes, en el borde filoso entre la verdad y la fábula. Se dicen en voz baja, se amplifican en sobremesas, se cruzan con otras, y a veces se pierden. Esta historia empezó así, como un cuento improbable: que Ernesto Guevara, el Che, el mismo que después sería ícono global de revoluciones y remeras, había jugado al truco y tomado vermut en una pulpería de Portela. Que en ese paraje perdido, rodeado de soja, en el partido de Baradero, había una mesa bendecida por sus codos.
Por supuesto, la historia sonaba inverosímil. No por simple escepticismo sino por proporción: ¿el Che en Portela? ¿Cómo puede ser real?
Pero como toda historia que deja huella, sobrevivió en la memoria. Años después, una frase en el libro de Jon Lee Anderson, biógrafo del Che, quebró el descreimiento generalizado: “La familia Guevara pasaba los veranos en Mar del Plata o en la estancia de la abuela Ana Isabel, en San Ireneo de Portela”.
Portela, entonces, no era un invento. Era parte de la trama real.
Una estancia, una abuela y el germen del Che
La estancia Santa Ana está ahí, a unos kilómetros del río Arrecifes, con su casona de 1910 construida por el abuelo de Ernesto. Once habitaciones, frutales, palomares, tanque australiano. Ana Lynch —la abuela materna— fue una figura decisiva en la vida del Che, y la casa, un refugio. Desde chico, Ernesto aprendió a montar, a ordeñar, a curar animales y a convivir con la peonada.
Su padre, Ernesto Guevara Lynch, lo escribió sin vueltas: “En Santa Ana conoció el alma del paisano”. Lo vio cruzar campos a galope tendido, participar de yerras, oler el cuero quemado del marcaje y probar dulces en ollas de cobre.
La casona aún está en pie. Pertenece a otros dueños que —según dicen los vecinos— no permiten visitas. Una vez llegué hasta la tranquera, bajo un sol inclemente, y una empleada me confirmó con naturalidad: “Claro que esta era la casa del Che. Acá todos lo saben”.
Mates con un croto
En Portela, el Che no es mito: es parte del relato oral. Marta Álvarez, una mujer que compartió juegos con él durante las vacaciones familiares, lo recuerda como solidario, buenazo, algo dejado con su ropa, y muy distinto a la figura que luego se volvió poster.
Hay una anécdota que se repite, contada por distintos porteleros: una tarde de los años 40, Ernestito desapareció. Lo buscaron por toda la estancia hasta que lo encontraron, ya cayendo la noche, debajo de un puente, cebándole mates a un linyera.
No parece un dato relevante. Pero quizás lo sea.
En esa escena mínima —un chico rico, un hombre de la calle, un mate compartido— hay algo que prefigura una ética. Una forma de estar en el mundo que no distingue entre jerarquías, y que en los años siguientes escalaría montañas, bajaría a los cañaverales, cruzaría selvas y fronteras.
Un gaucho lector
Leía a Salgari, a Dumas, a Verne, pero también al Martín Fierro y Don Segundo Sombra. Tanto lo marcó el universo criollo que, décadas después, cuando impulsó una guerrilla en el norte argentino, los seudónimos elegidos por él y su compañero Masetti fueron “Martín Fierro” y “Segundo”.
En Portela, el Che fue gaucho antes que guerrillero. Usaba alpargatas, se ensuciaba sin culpa, y prefería pasar el día con los peones antes que con los adultos.
En los carnavales, cuentan sus familiares, siempre elegía disfrazarse de paisano.
Una calle, un mural, una memoria
En 2021, en la plaza Constancio Vigil de Portela, se inauguró un mural en su honor. Fue realizado con arcilla local, por artistas del Programa Arte Deco de la municipalidad de Baradero. Tiene cuatro metros de largo y fue trabajado con técnica de sustracción, marcando luces, sombras y medias sombras.
Ese día estuvo presente Juan Martín Guevara, su hermano.
Hoy, ese mural es una de las dos únicas intervenciones públicas dedicadas al Che en la provincia de Buenos Aires. La otra está en Villa Gesell. En Portela, además, hay quienes aseguran que una de las calles del borde del pueblo —sin cartel, sin pompa— lleva su nombre. Y aunque nadie pueda probarlo, tampoco hace falta.
Una historia posible
Esta historia no busca verificar todo. Hay documentos, sí. Libros, testimonios, ordenanzas municipales que declaran a Santa Ana como Lugar Histórico (1994) y a Portela como sitio de Interés Histórico Simbólico (2018). Hay archivos, como la revista del centenario de Portela, que lo nombran sin dudar.
Pero también hay otra cosa: ese intangible pampeano que hace que las historias se transmitan no por exactitud, sino por sentido. Y en ese sentido, el Che pasó por acá. Caminó por estos campos, se empapó de este aire.
No fundó nada. No dejó estatuas ni proclamas. Pero dejó una estela de anécdotas, un perfume de infancia que todavía flota entre el olor a tierra, a silo bolsa y a humo de asado.
Portela, que nunca figuró en los mapas revolucionarios, guarda uno de los secretos más silenciosos de la historia argentina: la infancia rural del Che.