Dos siglos de democracia con una lengua común: el español

Las más de mil páginas De la Democracia en Hispanoamérica cuadran a la perfección en la obra monumentalista de Santiago Muñoz Machado, el director de la Real Academia Española (RAE) que estuvo días atrás en Buenos Aires a fin de presentar su último libro.

Tres academias nacionales -de Letras, Derecho, y Ciencias Morales y Políticas- convergieron en un acto de reconocimiento anticipado a esa obra y a la trayectoria del autor para que todo tuviera una medida ajustada a la acumulación de saberes del intelectual visitante. Obliga, a quien quiera referirse a su personalidad poliédrica, a desempolvar una palabreja tan en uso en el pasado, pero tan poco meneada en el presente: polígrafo.

Cómo no ha de ser un polígrafo quien ha escrito un tratado de Derecho Administrativo y Derecho Público en doce tomos, con otros dos tomos pendientes para completar su vasta exploración por el terreno jurídico de la especialidad. Que ha escrito un centenar de libros que abarcan muchas otras cuestiones concernientes a letras, historia, leyes y doctrinas judiciales. Que ha examinado a Cervantes de frente y de perfil en un libro de mil páginas, y que se ha permitido ahondar en la más delicada de las sensibilidades literarias en un ensayo que procura responder a la indagación, por naturaleza inconclusa, de Qué es la poesía.

Otro tanto hizo Borges cuando abordó este mismo tema en 1977, en una serie de conferencias en el Teatro Coliseo. Entre lo que más ha perdurado, al margen de la textualidad de las citas, es haber dicho que la poesía no tiene necesariamente que ver con la rima o la métrica; tiene que ver con la capacidad de evocar emociones, pues puede hallársela en infinidad de partes, como en un atardecer, en una calle solitaria, o en una conversación casual que nos conecta con el mundo y con nosotros mismos.

Muñoz Machado está juramentado en favor de la democracia representativa a pesar de sus numerosos desfallecimientos, y de otras tantas recuperaciones, desde los procesos revolucionarios de hace dos siglos. Se aferra a la influencia hasta nuestros días de la revolución norteamericana de 1776, a su consecuente constitución de1787, y al impacto de la revolución francesa y de la Declaración de los Derechos Humanos y del Ciudadano de 1789. Influencia hija de dos grandes vertientes históricas: la inglesa, que puso a la libertad en el centro de sus luchas, y la francesa, que al ritmo de aquella acompasó la marcha hacia la igualdad que había pregonado Rousseau.

Tan formidables acontecimientos partieron las aguas entre la antigua concepción de la república, que venía de Grecia y de Roma, y la versión más moderna que modeló el genio de James Madison, al inspirar la primera enmienda de la Constitución de los Estados Unidos. Hombres como Madison apadrinaron el derecho a cinco libertades fundamentales del hombre: la de la libre expresión, la de prensa, la de comprometerse con una creencia religiosa o no, la de peticionar ante quienes gobiernen y la de reunirse pacíficamente para protestar y recibir la reparación de agravios recibidos o para abogar por los ideales que fueren.

Corrieron más de doscientos años desde entonces hasta que a comienzos de 2025, en Nicaragua, en decisión por vías constitucionales de una de las dictaduras más grotescas de la región, se estableció el imperio de un cogobierno, encarnado, como bienes de una sociedad conyugal, por el presidente, Daniel Ortega, y Rosario Murillo, su mujer. Tal es el atropello de ese matrimonio a la democracia nicaragüense, que Muñoz Machado, nada menos que director de la RAE, se ha permitido usar en la calificación de aquel de un neologismo atribuido al desaparecido constitucionalista argentino Néstor Sagües, que fue editorialista de este diario. Lo perpetrado por los Ortega ha sido así “desconstitucionalizar” a Nicaragua.

Allí ha concluido, al menos por ahora, la labor tan completa de Muñoz Machado sobre la democracia en Hispanoamérica. Ha sido degradada últimamente en México por la consagración del sistema de elección de jueces por el voto popular, en términos equivalentes a los que Cristina Kirchner quiso instaurar aquí para la justicia nacional, y en desmedro de los valores por conducta, méritos profesionales acrisolados y resultados en exámenes de oposición.

En este libro particularizado en períodos bien definidos, el autor introduce la coloratura que deviene de trazar la semblanza de personajes extravagantes como Manuel Mariano Melgarejo, el presidente boliviano que anunció, en medio de la guerra franco- prusiana, en una noche de 1870 de libertinaje alcohólico con su estado mayor:

-Ya mismo vamos a Europa. Combatiremos del lado de los franceses.

-¿Y en qué vamos, mi general? -atinó a preguntarle uno de los oficiales.

-¿En qué vamos? ¡A nado, caramba! (advertirá el lector que “caramba” es aquí el sustituto más amable de la interjección que ha definido ante el mundo la personalidad del presidente Milei, campeón imbatible en la verdadera y ruda exclamación de Melgarejo).

Nada de lo esencial en estos dos largos siglos queda fuera del trabajo enciclopédico, y fuente de consulta para el futuro, de quien arranca con la utopía que resultó ser la Constitución de Cádiz de 1812. Fue popularmente conocida como La Pepa, consecuencia de haberse sancionado el 19 de marzo, Día de San José. Su artículo primero decía que España era la reunión de los españoles de ambos hemisferios.

Esa constitución liberal y monárquica de España, que se había desasido con valentía de la intrusión napoleónica de 1808, no pudo, no podía neutralizar nunca por sí misma el impulso libertador desatado hacia 1810 en la inmensa región conquistada por España a partir de 1492. Habían integrado las cortes que votaron La Pepa algunos diputados procedentes de América; rigió por un tiempo en ciertos países de este lado del Atlántico. Muñoz Machado ha tomado nota de que por esa época los “españoles” de América llegaban a 15 millones de hombres y mujeres, 5 millones más de los que poblaban la Península.

Como director por segunda vez de la Real Academia de la Lengua este historiador preside la institución que se fundó en 1713, durante el reinado de Carlos V, con la misión de preservar la unidad y estructura de la lengua española. España consolidó ese ideal con la sabiduría de haber impulsado la emulación académica en los otros veintidós países sobre los que podía decirse que el español había asumido la identidad de lengua madre. Y así hasta el presente, en que cada uno de ellos cuenta con una academia nacional de la lengua: en nuestro caso, por el papel asignado a la Academia Argentina de Letras, fundada en 1931, y que hoy preside el poeta platense Rafael Felipe Oteriño.

Precisamente en LA NACION leíamos hace días la entrevista a un escritor que se ha propuesto levantar aún más el nombre de María Moliner, la autora de un diccionario invariablemente celebrado por los lingüistas desde su aparición en 1966, en términos que parecerían tienden a empequeñecer la obra virtuosa de la Real Academia. Otro tanto se podría haber dicho, con igual ánimo controversial, del gran Diccionario del Español Actual, de Manuel Seco y Gabino Ramos, concebido para resolver dificultades en el uso de la lengua, pero no para competir, o reñir, con el trabajo de la Academia.

¿Cómo sumar seriamente a peras, manzanas? La obra de María Moliner, cuya última edición es de 2016, constituye un diccionario notable de usos sobre esa construcción extraordinaria que ha hecho en cientos de años la Real Academia como administradora de la lengua, fenómeno de eminente creatividad popular y primer signo de expresión de una cultura. Hoy, los registros de su diccionario acumulan 94.000 vocablos, con 190.000 acepciones.

Bienvenidas, de cualquier forma, las polémicas. También desde la ficción, y a veces más todavía que desde el ensayo, es posible enriquecer el conocimiento, desafiándolo a salir de sus rutinas a fin de insuflar vida nueva a viejas verdades.

Muñoz Machado prepara desde ya, con sus colaboradores de la RAE y codo a codo con el Instituto Cervantes, la organización del X Congreso Internacional de la Lengua Española. Se realizará en Arequipa, Perú, entre el 14 y el 17 de octubre próximo. Abordará, entre otros temas de la agenda, el del mestizaje y la interculturalidad, el lenguaje claro y preciso, y la incidencia, entre los hispanohablantes, de la inteligencia artificial y las culturales digitales.

No debe esperarse que tengan allí más que un tratamiento marginal, en el mejor de los casos, las manifestaciones de fuerte contenido ideológico que procuraron violentar, en los estadios iniciales del siglo XXI, la lógica interna del español y desconocer el papel consagrado del masculino genérico para reemplazarlo, cuando llegara el caso, con una “x” simbólica o con el abstruso signo “@”. O forzar la comunión de artículos determinados e indeterminados -los y las; unos y unas- de modo de propender a una igualdad de géneros que nadie ha puesto con seriedad en discusión.

El capricho perdió impulso después de haber propinado a diestra y siniestra prosas absurdas en discursos y documentos públicos vanamente latosos, en particular durante los gobiernos kirchneristas.

El arresto terminó yéndose a la cuneta, como era natural que ocurriera. Salvo para escribientes cuya misteriosa comprensión de la lógica, y fruición por el escándalo, suele encontrarlos corriendo a contra pierna de dónde va la pelota.

Gravitó en ese destino no solo la sensatez general, sino también la contraofensiva que por ese motivo y por otras tantas necedades del progresismo tardío de Occidente, ha terminado fortaleciendo a un populismo de derecha que trae consigo otro tipo de preocupaciones. No son estas menores que aquellas para quienes defienden la racionalidad de las decisiones y la tolerancia y equilibrio emocional en las cuestiones de convivencia pública y de abrigo a la institucionalidad.

En un escritor que une a la versación jurídica e histórica la de las letras, no podían faltar en el libro de Muñoz Machado las referencias sobre la literatura de trasfondo político que había inspirado a Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa a concebir el proyecto de “Los padres de la patria”. La idea quedó trunca, pero Vargas Llosa aportó un clásico de la categoría de La fiesta del Chivo, para deleitarse, en uno de sus trabajos más hilarantes, con los falsos oropeles del generalísimo Rafael Trujillo, de la República Dominicana.

Con otros dictadores habían ajustado cuentas Alejo Carpentier, en El recurso del método (Machado, Cuba); Augusto Roa Bastos, en Yo, El Supremo (Rodríguez de Francia, Paraguay); Miguel Angel Asturias, en El señor Presidente (Estrada Cabrera, Guatemala). Un género este superpoblado por otras contribuciones magistrales por igual: Tirano Banderas, de Ramón del Valle Inclán; Las lanzas coloradas, del venezolano Arturo Uslar Pietri, o El otoño del patriarca, la novela de Gabriel García Márquez sobre el poder y la soledad de un dictador imaginario.

En la periferia De la Democracia en Hispanoamérica, cuyo nombre tanto evoca a La democracia en América, que Alexis de Tocqueville publicó con admiración por la sociedad norteamericana entre 1835 y 1840, permanecen sin examinar, por razones cronológicas, los estragos que al estilo y fondo de esa democracia se han inferido en los primeros seis meses del gobierno de Trump. Con pocas excepciones, como las de la Argentina y la República Dominicana, y sin duda por la paridad de temperamentos de Trump con los presidentes Milei y Bukele, se ha extrañado, en estos seis meses, lo que Greg Grandin, historiador de Yale, ha calificado de relación simbiótica entre los Estados Unidos y América latina.

América, América, de Grandin, relega la interpretación clásica sobre las desavenencias entre ambas regiones: la colisión argentino-norteamericana en la Primera Conferencia Internacional de Estados Americanos de 1889/90; la cuestión del Canal de Panamá, de principios del siglo XX, o la ocupación de Estados Unidos por décadas de países del Caribe y Centroamérica. Grandin enfatiza, en cambio, la trascendencia histórica de los períodos de coincidencias sobre grandes principios de la política internacional, entre los que sobresalen los de no intervención en los asuntos de otros Estados, de integridad territorial, comercio y resolución pacífica de los conflictos.

La prensa norteamericana ha sido generosa en los espacios concedidos recientemente a la obra de Grandin, acaso porque piense con él en que la experiencia latinoamericana sobre las formas de combatir los autoritarismos puede servir de escuela para aplacar los vientos que pudieran arrasar desde dentro las instituciones norteamericanas. Hay un llamado de atención implícita a los seguidores de Trump y la seguridad de que subsisten, al margen de la inesperada flojedad de algunas grandes empresas tecnológicas y de medios de comunicación frente a coacciones del actual gobierno norteamericano, reservas suficientes para defender la institucionalidad democrática. No quisiéramos creer, muchachos, que el verdadero poder es el miedo, por decirlo en palabras de un periodista laureado, Bob Woodward.

Grandin ha recordado un hecho poco conocido hoy sobre el viaje de 1936 del presidente Franklin Roosevelt al Cono Sur. Fue el comentario hecho por Roosevelt en Brasil de que la política del New Deal había sido construida tanto por él como por el presidente Getulio Vargas.

El libro de Muñoz Machado se explaya con amplitud, por su parte, en el fenómeno de las últimas décadas de aparición de un movimiento neoconstitucionalista, o de constitucionalismo experimental, o de democracia en expansión que tuvo su primera versión constitucional en Colombia, en 1991, pero cuyos modelos más elocuentes han sido los de Venezuela, de 1999; Ecuador, de 2008, y Bolivia, de 2009.

Son textos que desarrollan pormenorizadamente desde los derechos de los pueblos aborígenes hasta la defensa ambiental, al punto de que la constitución ecuatoriana asegura los derechos de la Pachamama, que no es solo una deidad, sino la Madre Tierra, la “casa común” en la terminología de la moderna evangelización católica. No todo ha sido tan novedoso: en 1821, al proclamar la independencia de Perú, el general San Martín ya disponía que “en adelante no se denominarán los aborígenes indios o naturales, sino ciudadanos del Perú”.

Muñoz Machado es más que escéptico sobre si las instituciones que el neoconstitucionalismo ha superpuesto a las del viejo constitucionalismo liberal han logrado reafirmar la democracia republicana. O si han sido fisuras que traen de fábrica, bajo la supuesta pretensión de actualizar los presupuestos de la vieja democracia, y que obran como instrumentos de propagación de populismos insaciables en la codicia de perpetuarse en el poder a través de reelecciones indefinidas.

Sobran en los textos del neoconstitucionalismo recursos del carácter de los referendos consultivos u obligatorios, la revocatoria de mandatos, las consultas populares y la postulación directa de ciudadanos, etcétera, pero la realidad fehaciente de estos tiempos, si algo ha testimoniado, es un grado de corrupción sistematizada como pocas veces ha padecido la región.

El tratadista español se asombra de la extensión de algunas constituciones que llegan a los cuatrocientos artículos, a menudo de abultado e innecesario palabrerío. Por el artículo primero de la constitución de 2009, sancionada nada menos que durante el régimen de Evo Morales, Bolivia es “un Estado unitario social de Derecho Plurinacional Comunitario, libre, independiente, soberano, democrático, intercultural, descentralizado y con autonomías”. Tras un punto introducido, tal vez para inspirar aire, el artículo sigue en estos términos: “Bolivia se funda en la pluralidad y en el pluralismo político, económico, jurídico, cultural y lingüístico, dentro del proceso integrador del país”.

El diccionario de la RAE trae 94.000 vocablos. De modo que cualquier nueva expresión del neoconstitucionalismo latinoamericano podría extenderse sin temores más allá de aquel dilatado ejemplo boliviano.



Fuente: https://www.lanacion.com.ar/cultura/dos-siglos-de-democracia-con-una-lengua-comun-el-espanol-nid23072025/

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