Fue hace apenas un domingo. El sol del otoño resplandece sobre el río Luján, a la altura del Museo de Arte Tigre. Le saca brillo a las amarronadas aguas e ilumina el verde aún intenso de los amplios jardines del Paseo Victorica. No hay lugar. Cuesta desplazarse. La nutrida concurrencia apenas puede circular por una parte del prolijo sendero de baldosas. El resto lo ocupan más de cincuenta joyas mecánicas, de los albores del siglo XX, estacionados en torno al edificio del MAT, inspirado en el clasicismo francés.
Jorge Reta, encargado de prensa del Club de Automóviles Clásicos, organizador de la prueba, observa el panorama y siente un profundo orgullo. La sonrisa le brota franca y ancha al hablar con LA NACION: “Esto es único”, resume abriendo los brazos con la intención de contener a todos los valiosos objetos de colección, allí exhibidos. “Esto es único”, insiste. Señala un Ford de 1915 y apunta datos; se acerca a un Anasagasti de 1912 y brevemente cuenta su particular historia. “El Gran Premio Recoleta-Tigre e un acontecimiento único, efectivamente”, coinciden en la apreciación, Ricardo Battisti (presidente de la entidad), Gerardo Bianchi (vicepresidente) y Jorge Girotti (secretario). La desbordante pasión de todos ellos, sumada a la de tantos otros fanáticos, hace posible esta fiesta anual, que ya lleva 28 ediciones.
Los directivos aclaran que no es una carrera. “No se tienen en cuenta los tiempos ni la posición final, acá ganan todos los que llegan”, destaca Reta, Brigadier retirado de la Fuerza Aérea y actual diputado de la legislatura porteña, por La Libertad Avanza. “Imaginate, son autos de 1910, hasta 1919… Y más allá del mantenimiento y el cuidado exhaustivo de cada máquina, muchas veces se rompen igual por el camino. Pensá que tienen más de cien años”, sostiene Girotti.
En definitiva, se trata de recrear y homenajear a una ancestral carrera en ruta abierta, desde el barrio de la Recoleta hasta la ciudad de Tigre. Una competencia organizada por el Automóvil Club Argentino, el 9 de diciembre de 1906, plena Belle Epoque, y patrocinada por un diario muy importante de aquel entonces, el que la bautizó con el nombre de Copa El País. “Fue la primera prueba en su tipo de América del Sur”, afirma Girotti.
El trazado original estuvo dividido en dos etapas. La inicial, comenzaba a mitad de camino entre la Recoleta y Tigre, y tenía una longitud de 19,1 kilómetros. Por motivos desconocidos, en ese segmento, los organizadores declararon un empate entre el Darracq de 20 HP, conducido por De Santis, y el Spyker de 23/32 HP, con su propietario, Daniel MacKinley, al volante.
La segunda etapa, probablemente la más trascendente, abarcaba el regreso hacia la aristocrática zona de la capital. Y esa parte del trayecto no dejó dudas. Hubo un indiscutido ganador: un Darracq de 40 HP, manejado por un señor de apellido Marín, quién tardó 28 minutos y medio en recorrer los 38.2 kilómetros. El triunfador se adjudicó una gran copa de plata y 500 pesos argentinos.
Viaje en el tiempoLa recreación de la carrera es un viaje a través del tiempo. Es trasladarse a una era pasada, romántica, más artesanal. Es rescatar historias y personajes del olvido. Y con la imaginación, vivir y palpitar los comienzos del siglo XX. Instalarse en la emblemática esquina tuerca de Junín y Quintana. Por entonces, la sede de un almacén de ramos generales, con el tiempo transformado en un bar, y que a partir de 1950, un grupo de amigos, amantes de la velocidad, adoptara como punto de reunión, luego de que uno de ellos rompiera la biela de su auto. Justo allí, donde hoy se levantan, como centinelas del sentimiento fierrero, las estatuas de los hermanos Juan y Oscar Gálvez.
Es, también, salir del concreto y el asfalto modernos para andar entre grandes parques, campos y caminos de tierra. Es sumergirse en una época distinta del país, signada por el progreso y la expansión económica. Notorios avances reflejados en pequeños detalles, como los elegantes trajes de los caballeros, los distinguidos vestidos de las damas y los finos accesorios: sombreros, bastones, cascos de cuero, guantes y antiparras. O constatables, también, en los materiales utilizados en la construcción de los autos. Simples grageas de otra Argentina, traídas al presente por los participantes del tradicional acontecimiento automovilístico, quienes no sólo se lanzan, año a año, a la aventura de manejar sus antiguos coches, sino que también, se atreven a lucir los atuendos típicos de las décadas iniciales del siglo anterior: los automovilistas de competición, los propietarios de los autos, sus acompañantes, los choferes, los bomberos, los policías… Y al volante de modelos con marcas para todos los gustos: Impéria, Fiat, Ford, Chevrolet, Ballot, Anasagasti…
“Este Anasagasti de 1912 -cuenta Jorge Reta- fue el primer coche fabricado en serie por la industria argentina. Lo preservó el Museo Nacional de Aeronáutica, ha sido restaurado completamente y varias veces lo manejó Jorge Newbery (1875-1914, aviador, deportista, ingeniero y hombre de ciencia argentino). Por primera vez el Anasagasti completó el recorrido total de la prueba. Y yo mismo lo conduje hasta Tigre”, detalla Jorge, sonriendo nuevamente.
La edición XXVIII del Gran Premio cubrió el fin de semana. El sábado, la actividad comenzó bien temprano, al concentrarse los vehículos en La Biela. Continuó con un colorido desfile de las joyas mecánicas por la Avenida Alvear y su posterior exposición en el parque cerrado, sobre la avenida Quintana. Y la programación se completó, en la mañana del domingo, con la travesía hacia el Museo de Arte Tigre. Los 56 autos y las 44 motos inscriptas se exhibieron al público, hasta el momento de la largada, en la legendaria esquina, pegada al Paseo Chabuca Granda y al famoso cementerio. La Orquesta Sinfónica de la Fuerza Aérea Argentina matizó la espera y, alrededor de las nueve y media, se puso en marcha la caravana, que incluyó un auto de auxilio, por si hiciera falta asistencia.
A media mañana, en San Isidro, contra la Avenida Dardo Rocha, desde San Lorenzo a Santa Fe, los organizadores aguardaron la llegada de los autos para el control de sellos. Y pasadas las doce, la hora señalada, mucha gente expectante, aclamaba el arribo de las máquinas, junto a las puertas de acceso al museo. Las de avanzada, asomaron puntualmente por la calle Saldías e ingresaron al Paseo Victorica, junto al río. Allí, la simbólica bandera a cuadros caía al paso eufórico de los concursantes, saludados por la gente mediante aplausos y variados gestos de felicitaciones.
Entrañables momentos registrados para siempre mediante fotos y videos tomados con los celulares. El primero en ingresar al lugar fue un Impéria amarillo, apenas un par de metros delante de un Ballot blanco. Segundos más tarde, irrumpió un taxi, con techo desmontable. A continuación, entró un Fiat, luego un Ford Leyland de bomberos, un Chevrolet… “Incluso participó el auto a vapor Dorchester, de 1901, el único de Sudamérica, cuyo dueño es John Hampton”, agrega Jorge Reta junto a un último apunte: “Nuestro país posee la mayor cantidad de autos clásicos de Latinoamérica”.
El circuito diagramado en 1906, alocado e impredecible, se convirtió en uno de los acontecimientos más relevantes de la historia del automovilismo argentino. Y ya es parte de la tradición. Incluso a nivel mundial, junto a la carrera inglesa: “London to Brighton Veteran Car Run”, recreadora de un viaje de 1896 entre ambas ciudades. La llamada “Recoleta-Tigre”, aparte de reflejar el espíritu de la época, simboliza el progreso y la modernidad que atravesaba nuestro país bajo las presidencias de Manuel Quintana y José Figueroa Alcorta.
“Ahí llegan”, avisan entusiasmados un par de fanáticos ansiosos, al ver aparecer la trompa clara de un Imperia. La voz corre como esas maravillas sobre ruedas y el público se apresura a conseguir una buena posición para sacar fotos y filmar videos. Se aprieta ordenadamente contra la puerta de rejas de Saldías y Liniers, y se dispone a disfrutar el espectáculo. Surgen los primeros aplausos. Los celulares apuntan y guardan instantes y secuencias. Gana el Imperia amarillo. Gana el Ballot blanco. Y gana el taxi. Y gana el Fiat. Y ganan los Ford. Y el Chevrolet. Y el auto de los bomberos. Y el Dorchester. Y los Anasagasti… “Todos ganan, porque todos llegan”, enfatizan los miembros de la entidad organizadora, el Club de Automóviles Clásicos. Están sonrientes, satisfechos, felices, porque el Gran Premio repitió el éxito. Y es un orgullo, una tradición... Una manera de revivir la Belle Epoque a través de la pasión por los fierros.