“Yupanqui me honró con su amistad. Éramos amigos por la música y por la copla; era un hombre lleno de misterio y sabiduría, un practicante del silencio y la soledad, pero con un verbo formidable que no me atrevía a interrumpir, porque cada palabra parecía que estaba en su justo lugar. Fuimos muy amigos, sí, pero no es cierto que haya sido la Kodama yupanquiana”, señaló años atrás en diálogo con LA NACIÓN la folklorista Suna Rocha al ser declarada Figura ilustre del folklore nacional por el Congreso de la Nación.
Esta es la historia de amistad entre la cantante cordobesa y el gran cantautor, guitarrista, poeta y escritor Atahualpa Yupanqui, “padre del folklore”, al que Rocha acompañó en sus últimos años.
“Conocí a Atahualpa Yupanqui en la zona en donde tuvo su última morada, que es Cerro Colorado, en la provincia de Córdoba. Ahí yo iba de pequeña a un lugar que tiene río, que tiene mucha agua, es muy caudaloso y ahí lo vi pasar a Atahualpa a caballo y alguien dijo: ‘Ese es Atahualpa Yupanqui’. Yo tendría siete u ocho años”, recordó Suna la primera vez que vio de lejos a quien sería su amigo, en una entrevista para el portal MiArgentina.
Muchos años más tarde, el destino volvió a reunirlos. Atahualpa había enfermado y debió suspender una función en el Festival de Cosquín. Entonces Suna fue a visitarlo a un sanatorio de Córdoba y Atahualpa le dio su número de teléfono para volver a encontrarse. “Me dijo que cuando fuera a Buenos Aires lo llamara y que nos íbamos a juntar. Estuve varios días pensando y maquinando llamarlo pero no me animaba”, siguió el relato la folklorista. Finalmente un día se animó, y de aquel primer encuentro en el barrio de Palermo nació la amistad que cultivaron hasta los últimos días de Don Ata.
“Yupanqui es un artista que impone cierto respeto, impone cierto temor por lo que se decía de su carácter, pero de cualquier manera un buen día lo llamé, fui a su casa en Palermo y tomamos el té, de manera que ahí fue nuestro primer encuentro. Después, la vida continuó, él me llamaba y yo lo llamaba y nos encontrábamos cerca de Sadaic, en un restaurante cercano, que era de Horacio Ferrer y Antonio Carrizo. A partir de ahí empecé a frecuentarlo cuando venía a la Argentina. Creo que el hecho de que él, de alguna manera, aceptara mi compañía, era porque también lo encontré en un momento de soledad, de enfermedad, de su vejez y verdaderamente me honró con su amistad. Yo siempre lo acompañaba a ver a algún compañero al teatro, íbamos en forma permanente a ver actos culturales, pero más era lo que vivía en Francia que lo que residía acá en la Argentina”, recordaba Rocha aquellos encuentros que compartían cada vez que Yupanqui viajaba a la Argentina.
“Siempre digo que los españoles vinieron aquí a buscar el oro y se dejaron olvidada la copla, qué bueno para nosotros. Con Atahualpa hablábamos de la influencia del romancero español en nuestra poesía. Muchas veces él me decía algunas coplas que tenían que ver con el español y su semejanza con las coplas de aquí, muy parecidas o que tenían la misma intencionalidad. Alguna vez le dije una copla que me gustaba mucho: ‘mi sombrero me ha cobrado la sombra que me ha servido, yo le he de hacer cargo del sudor que me ha bebido’. Y me pidió que se la reiterase porque aparentemente esa copla no tenía mucha influencia española”, apuntó.
Así, en cada oportunidad que se presentaba, Suna proclamaba sentirse honrada por la amistad de Atahualpa, un vínculo atravesado por las coplas y largas charlas que fueron cultivando con los años. A Suna le gusta hablar de su amistad con el “Tata”, como ella lo llamaba, y se sentía privilegiada por compartir esas largas conversaciones con el autor de los mayores clásicos del folklore argentino, como “Luna tucumana”, “Piedra y camino”, “Guitarra dímelo tú”, “Los ejes de mi carreta” y “El arriero”, al que solía acompañar al aeropuerto de Ezeiza cada vez que regresaba a Francia.
“Un buen día me prometió que venía para mi cumpleaños y me preguntó si me gustaba el arroz con leche y canela, a lo que le contesté que sí, y me dijo que iba a venir antes del 28 de junio para ir a Cerro Colorado. Ahí íbamos a hacer arroz con leche con canela. ‘Bueno Tata, lo espero’, le dije. Y nunca más volvió. Volvió sí en un cajón. Fue velado en el Congreso de la Nación, que a mí se me ocurre que no le hubiese gustado que lo velaran allí y la verdad que sentí muchísimo su muerte, fue muy triste para mí ir a ese lugar a despedir a un amigo”.
El encanto por la llanura y el misterio de la guitarraAtahualpa Yupanqui (nombre artístico de Héctor Roberto Chavero), nació el 31 de enero de 1908 en Pergamino, y cuando cumplió 4 años se mudó junto a su familia al pueblito de Agustín Roca, en la provincia de Buenos Aires, más precisamente, a la estación del ferrocarril donde su padre, Demetrio Chavero, había sido asignado como segundo jefe. Allí vivió hasta los 13 años. Fue justamente en ese pueblito de la provincia de Buenos Aires donde descubrió su pasión por el canto de la llanura y el misterio de la guitarra, cuando las chatas llegaban hasta la estación con el cereal o la hacienda para mandar en ferrocarril a Buenos Aires. Entonces, al caer la noche, los que eran de cerca se volvían a sus casas, y los que eran de más lejos formaban un fogón, sacaban las guitarras y empezaban a cantar.
Escribió Atahualpa en sus memorias: “Eran estilos de serenos compases, de un claro y nostálgico discurso, en el que cabían todas las palabras que inspiraba la llanura; su trebolar, su monte, el solitario ombú, y el galope de los potros, las cosas del amor ausente. Eran milongas pausadas en el tono de Do Mayor y Mi Menor, modos utilizados por los paisanos para decir las cosas, para narrar con tono lírico los sucesos de las pampas; el canto era la única voz en la llanura. Así, en infinitas tardes, fui penetrando en el canto de las llanuras, gracias a esos paisanos. Ellos fueron mis maestros, ellos y luego multitud de paisanos que la vida me fue arrimando con el tiempo. Cada cual tenía su estilo, cada cual expresaba tocando o cantando los asuntos que la pampa le dictaba (…) Sin yo saberlo, en ese instante hechizado de la recuperación del canto, se estaba delineando en mí corazón el rumbo cabal de mi destino”.
Hasta la muerte de Yupanqui, el 22 de mayo de 1992, Suna y Atahualpa intercambiaron epístolas donde reflexionaban sobre el arte y la música, tal como puede leerse en una de las últimas cartas que él le envió a su amiga: “¿Cómo andas? Acabo de ir al cementerio de Montparnasse a llevar flores a los amigos que se fueron, Cortázar, Asturias, Baudelaire, y les dije en voz baja: ‘espérenme’. Al final y al cabo, Suna, la vida es ese espacio extraño que uno elige aun sabiendo que morirá despedazado de amor y de silencio. Te deseo buenos trabajos y ten cuidado con esas tentaciones que ofrece el arte mendigado. Te recordaré como la changuita que vino a Buenos Aires a ver crecer y esquivar, coraje y prudencia. Te abraza, Atahualpa”.